Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



miércoles, 3 de febrero de 2016

Libros verdes

Quizá haya abusado del falso "spoiled" o la publicidad engañosa con el título  de esta columna, atrayéndome el interés de los amantes de la literatura de peripecia erótico-festiva, la cual también tendrá desde luego su espacio en algún momento, pero de lo que hoy se trata es de festejar aquella que, de alguna manera, ha emprendido la cada vez más necesaria batalla en defensa de la Madre Tierra. Libros que han hecho de la Naturaleza su bandera, a contracorriente de un mundo que la maltrata con saña, en una lamentable huida adelante cuyo fin no parece ser otro que su aniquilación definitiva.
Aunque hay algunos ejemplos clásicos, como las Geórgicas de Virgilio, las Odas de Horacio o el mismísimo Tao Te Ching, e incluso algún bello ejemplo escandinavo (La Bendición de la tierra, de Knut Hamsun), parece que ha sido la industrialización del Nuevo Mundo la que ha producido los gritos más desgarrados en favor de la Madre Naturaleza, como la justamente célebre carta del jefe indio Noah Selth, escrita en 1854, en la que espetaba al presidente de los Estados Unidos que no se puede vender el aire ni el color del cielo. Otra brava demostración de que la vida en la sociedad industrial era una nueva forma de esclavismo es la que emprendió el librepensador y apologeta de la desobediencia civil, Henry David Thoreau,  trasladándose a vivir durante casi tres años a una cabaña construida por él mismo a las orillas del lago Walden (en la imagen), y que reflejó en el libro del mismo título, publicado también en 1854, lectura imprescindible para los que creemos que otro mundo es posible.  Como lo es también la delirante sátira hippie La pesca de la trucha en América (1967), un extraño y desconocido libro de un tal Robert Brautigan, una suerte de perdedor profesional, vagabundo y senderista, que plantea  en ella la más surrealista cosmología de la naturaleza norteamericana, llena de fantasía, de psicodelia, de ácido y de rabia contra la moderna sociedad de consumo. Aunque si hay una novela rabiosa contra la industralización y la inmisericorde destrucción del medioambiente, esa es, sin duda, La Banda de la Tenaza, de Edward Abbey, en la que un  grupo de medioambientalistas monta un comando terrorista para boicotear trazados de ferrocarriles, fábricas contaminantes, pozos de petróleo y todas las brutales heridas que cotidianamente se infligen a la naturaleza virgen. Son duros de pelar, un auténtico Equipo A del ecologismo. Joya contracultural de 1975, la obra hace nacer el ecoterrorismo con la naturalidad de una venganza telúrica, y además muy divertida.
También podríamos considerar como "verdes" aquellas obras que han hecho una defensa de la Naturaleza por defecto; esto es: mostrando los inconvenientes de no respetarla. En ese camino ocuparían un lugar de excepción El Mundo Sumergido (1962) de J.G. Ballard, que describe la inundación de la tierra tras el calentamiento global y el deshielo de los casquetes polares, o la excepcional, compleja y muy imitada obra de ciencia-ficción Dune (1965), de Frank Herbert, que se va al año 20.000 para situarnos en un mundo, el de Arrakis, totalmente desértico, en el que toda la tecnología se dedica a la recuperación del agua, convertida en el petróleo del futuro. Quizá no tengamos que esperar tanto.
En español, y salvando las aportaciones de nuestros ascetas Fray Luis de León y Fray Luis de Granada (que escribió un muy prescindible "Canto a la Naturaleza"), ha sido también en la otra orilla donde se han hecho las aportaciones más notables. Libros como Huasipungo, de Jorge Icaza, o la extraordinaria novela El Tungsteno, del poeta peruano César Vallejo, planteaban con pericia cómo la destrucción de la recursos naturales envilecía a los seres humanos hasta cosificarlos en una desnaturalizada sociedad de consumo. El tema ha seguido vivo en aquellos lares y no son pocos los cantautores, de Violeta Parra a Mercedes Sosa, pasando por Silvio Rodríguez, que han puesto su lira al servicio de la Madre Tierra, porque aún estamos a tiempo de salvarla, o si no, al menos de que nos perdone.