Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



viernes, 1 de noviembre de 2019

Biblioteca de Rescate 2: Las siete cucas de Eugenio Noel

La historia literaria suele estar llena de autores olvidados por razones maliciosas y también por propia desidia, desinterés o voluntad deliberada. Es posible que en el caso de Eugenio Noel (1885-1936) comparecieran las dos circunstancias. Es cierto que Noel (bautizado como Eugenio Muñoz Díaz) es quizá el más auténtico, audaz, deslenguado y verdaderamente castellano del 98, esa Generación compuesta por autores que quisieron hacer de España su tema sin conocerla demasiado bien, quedándose a menudo en una plácida espiritualidad, en una cómoda "esencia" que no cuestionaba en realidad nada. A diferencia de ellos, Noel fustigó con denuedo las ranciedad de las costumbres, la glorificación de lo rural, la corrupción eclesiástica, los vicios de los grandes terratenientes, las miserables razones del colonialismo español y, en general, la perversión de los mitos nacionales. Tal vez por eso se le haya olvidado, porque dio demasiado fuerte y donde más duele. España jamás perdona a un desafecto (véase Larra), de manera que nuestro autor permanece en nuestra historia literaria de una manera más bien subterránea sino submarina, de tantas veces como ha querido ahogársele. Pero también es cierto que él no hizo tampoco demasiado por resistirse al naufragio: bohemio y alcohólico, antimonárquico y ácrata, Noel arrastra su premonitoria melena y su pobreza por los más infames tugurios de Madrid, escribiendo en servilletas y cintas de sombreros. Publica mucho, y a veces con éxito, en colecciones menores, de quiosco, escribe hasta la extenuación en la prensa obrera y funda revistas sin futuro. Vive en precario. Malbarata su talento y su descomunal cultura. No tiene método ni le interesa. Aprende en África, en Nador, las lecciones del hundimiento colonial (ningún miembro del "98" oficial lo hizo) y critica duramente en prensa al estamento militar y castrense. Viaja por toda España dando informales conferencias contra los toros, el flamenquismo y el folcklore como tapadera de la inmundicia nacional. Desprecia el boato eclesiástico sin pelos en la lengua. Se enemista con las fuerzas vivas del país. Conoce a muchos escritores pero se niega a formar parte del "mundo literario". Es un "outsider" y ejerce de ello. Quiere despiezar la historia de España y no formar parte de su panteón de ilustres. Pero ninguna lectura interesada ni capciosa o malévola y ni siquiera el propio desdén del autor puede evitar que Las siete Cucas (1927), la única novela larga que escribió, sea una de las mejores novelas españolas del s. XX. La muy negra historia de las seis hijas y la mujer del Cuco, a las que las que la ruindad mezquina de un pueblo castellano arrastra a la prostitución, es todo un prodigio: de lenguaje (Noel es un autor cultísimo y alambicado, con igual conocimiento del lenguaje popular y del selecto, y con propensión a las digresiones culturales, como la impagable reflexión sobre las mujeres del Quijote que el padre Higuea hace a su Sacristán al comienzo del libro); de estructura (con un ineluctable aire de tragedia griega mezclada con picaresca y barroquismo) y de penetración psicológica (los entresijos de la mentalidad castellana, la hipocresía religiosa, las leyendas rurales, la miseria moral de los señores, el seguidismo ovejuno del pueblo...). Personajes como el tío Varetas, el corrupto alcalde; la Eladia, pitonisa oficial del pueblo, que lo "ve" todo en un barreño de agua sucia; Colás, el aprovechado pordiosero; la Catala y la Cheira, celestinas además de prestamistas y metomentodos oficiles del pueblo; así como las muy interesantes ricachonas y otros figurantes que merodean por la novela, le dan un inconfundible sabor a España profunda, de raíz feudal y destino catastrófico. Pero siendo obra que entronca directamente con los romances de ciego, Las Siete Cucas es también una novela muy contemporánea, muy "me too", en la que unas mujeres empoderadas urden una terrible venganza contra los rijosos señores para los que habían trabajado, contra las hipócritas señoras que las habían despreciado, contra el burdo entramado eclesiástico que las había condenado, contra el poder económico que las había sojuzgado; en definitiva contra todo un país, España, que vegetaba en anacrónicas glorias pasadas, sustentado en cínicos criterios morales, incapaz de adaptarse al mundo moderno. Noel, que era hijo de un pastor de Almendralejo y de una criada de la servidumbre de una condesa, sabía bien de lo que hablaba.

BIBLIOTECA DE RESCATE 2
Las Siete Cucas es el segundo título de la Biblioteca de Rescate y ya está disponible para los más atrevidos lectores de La Torre en los estantes de la del IES Arjé.

lunes, 29 de abril de 2019

Los Singer


El primer contacto con la familia Singer lo tuve con el tercero de los hermanos, Isaac Bashevis, gracias a la colección de la Editorial Plaza & Janés sobre los premios Nobel de Literatura en edición de 1987 que disponía en la biblioteca paterna. Singer aparece en el tomo xvi junto a Neruda, Milosz y Canetti, y la obra escogida, Satán en Goray, fue su opera prima, publicada en 1936, el mismo año que su hermana Esther publica La danza de los demonios y su hermano Israel publica en Nueva York, Los hemanos Ashkenazi. Curiosa o asombrosa coincidencia. La concesión del Nobel en 1978 a Isaac B., tras el premio a Aleixandre, es un agradecimiento que hay que hacerle a la Academia Sueca por haber permitido que su obra fuera traducida en su totalidad a nuestra lengua. Satán en Goray, me llevó al resto de la obra literaria de Isaac Bashevis y fui disfrutando y comprobando cómo se inspiró en su propio mundo, el de los guetos judíos centroeuropeos y el de los exiliados en Estados Unidos, a la hora de escribir sus cuentos y novelas, que reflejan un mundo que dejó de existir y la descomposición del pueblo judío que se debate entre la tradición y la modernidad. Su obra está escrita en yídish, la lengua de los judíos askenazíes establecidos en Europa central y los países del Báltico. Este rasgo fue destacado también por la Academia Sueca al poner de manifiesto que lengua y nacionalidad no son sinónimos. Aunque nació en el pueblo polaco de Radzymin en 1904 – parece ser que nació en 1902 y que falsificó la fecha para librarse del servicio militar-, nunca empleó el polaco como lengua literaria, ni tampoco el inglés cuando consiguió la nacionalidad estadounidense. De esta manera, y con las maravillosas traducciones del yídish original realizadas por Rhoda Enelde y Jacob Abecasis, fui devorando tal como las iba consiguiendo obras como La familia Moskat, El esclavo, Shosha, Escoria, La casa de Jampol, Krochmalna nº 10, Sombras sobre el Hudson, todos sus relatos entre los que destaco por ser antológicos, “Un amigo de Kafka” y “El Spinoza de la calle Market”, hasta que llegué a su autobiografía, Amor y exilio, con la que tuve conocimiento del resto de la familia Singer. La obra arroja, desde la primera hasta la última página, luz sobre la vida de Isaac Bashevis y su familia, y abarca desde el final de la Primera Guerra Mundial hasta el Nueva York de los años treinta y cuarenta, adonde emigra en 1935 ayudado por su hermano Israel, cuando comenzó a vislumbrar el peligro real del nazismo al contemplar en primera persona el creciente antisemitismo en forma de progromos. El padre, Pinjas Mendel Singer, hijo y nieto de varias generaciones de rabinos jasidim, fue un hombre de corazón más que de cerebro. Confiaba en las personas, y su ingenua fe en Dios, nunca cuestionada, en la Torá y en los grandes hombres santos, no conocía límites. Esta enseñanza se la inculcó a su hijos, de los que solo el pequeño Moshe, siguió sus pasos. La familia se trasladó en 1908 a un humilde piso de la calle Krochmalna de Varsovia, en un entorno donde no faltaban el hampa y la prostitución, y que tuvo una incidencia decisiva en la trayectoria que en los años siguientes habría de seguir cada uno de sus hijos. Israel, tras acaloradas discusiones con su padre, se despegó por completo de la tradición religiosa y huyó del ámbito familiar, primero para encontrar acogida en el estudio de un pintor, y más adelante para incorporarse al periodismo y a los círculos literarios de la capital. Emigra finalmente a los Estados Unidos en 1934, donde publicaría la ya mencionada Los hermanos Ashkenazi y la magistral La familia Karnowsky. Murió con tan solo 51 años de un ataque al corazón en Nueva York. Isaac, menos rebelde que su hermano mayor, mientras estudiaba en la yeshive, absorbió de él su interés por la literatura y sus conocimientos, y aprovechó esos años infantiles para escuchar y grabar en su memoria las jugosas historias y enredos judiciales, envueltos en ingenua fe religiosa y supersticiones, a los que asistía oculto tras la puerta del despacho rabínico de su padre. Años más tarde los trasladaría a su obra literaria. En cuanto a Esther, dotada de una gran inteligencia y con aspiraciones intelectuales que se vieron frustradas sobre todo por ser mujer en el seno de una familia jasidim, su vida tuvo un súbito desenlace: sus padres aceptaron la propuesta de un rico predicador que buscaba una muchacha de familia judía devota para esposarla con su hijo, residente en Amberes, donde trabajaba como tallador de diamantes. En pocos meses, y sin conocerse, los padres acordaron el enlace y lo celebraron en Berlín. Esta descabellada idea, si al principio produjo el rechazo de Esther, enseguida se tornó a sus ojos en una luz de esperanza para un cambio en su vida y que con el tiempo fue lo que la libró de los campos de exterminio nazis, en los que murieron la madre y el menor de los hermanos. Isaac Bashevis se inspiraría en su hermana para crear la figura de Yentl en su obra homónima, en la que se basó la película de Barbra Streisand. Para su hermano, Esther Kreitman era una estupenda escritora y prueba de ello es su novela La danza de los demonios, todo un acierto al contar la infancia con ojos de niña y la madurez con ojos de adulta.

Se trata sin duda, de una familia de grandes fabuladores y si destaca Isaac B. es por su dilatada vida que le llevó a escribir tantos libros que ni él mismo los tenía contabilizados; se calcula que no deben andar muy lejos del centenar. La muerte prematura de Israel y el ser mujer judía en el siglo xx de Esther impidieron enriquecer el legado de la familia, que, por cierto, el apellido original en yidis es Zinger, y ellos lo transformaron en Singer.
 (Por el Dr. Montero)

viernes, 4 de enero de 2019

Setenta veces negro

Alejandro Dumas no sería nada sin sus "negros" literarios, como Maquet
No deja de resultar una paradoja con cierta justicia poética que el primer "negro literario" (esto es: el esclavo de la literatura, que escribe sin descanso para que otro ponga su nombre en la portada) del que se tiene noticia fuera en realidad el parisino Auguste Maquet, escritor  color blanco nuclear que trabajó a destajo para el muy afortunado negro haitiano Alejandro Dumas. Y es curioso sobre todo porque el muy dignísimo oficio de "negro de la literatura" (en el que han ejercido, sin ir más lejos, personalidades como Shakespeare, que escribió para Marlowe, o todo un Nobel como Vargas Llosa, que puso su pluma juvenil al servicio de cierta dama de la jet set peruana) no hace sino encubrir la triste condición casi colonial con la que la literatura ha afrontado la cuestión de la raza, en la que, por lo general, a los escritores negros les ha correspondido un futuro de similar cromatismo, muy a menudo al margen de sus méritos en el noble oficio de edificar con palabras.
Este año que el IES Arjé afronta el reto de la diversidad en su programación cultural, queremos dejar constancia también en la Torre de tan lamentable prejuicio racista. La primera víctima del mismo es, indiscutiblemente, el dramaturgo cartaginés de ascendencia bereber, Terencio (Publio Terencio Afro, por cierto, para que no quedaran dudas), autor de exquisitas comedias en la Roma del siglo II a. C, como Los Adelfos o la muy psicológica El atormentador de sí mismo, pero que tuvo que ver cómo la fama se la llevaba Plauto, autor bastante más vulgar pero perfectamente blanco. Prejuicio muy similar al que hubo de afrontar Juan Ruiz de Alarcón, otro dramaturgo sofisticado y oscuro y con frecuencia esquivado porque tuvo la desgracia de ser mulato en el nuevo mundo del s. XVII, descendiente de nobles y esclavas, como tantos en aquel tiempo. En su caso acaso se vengó con terribles dramas como La verdad sospechosa o La crueldad por el honor, pero para la historia es un segundón, lo cual hace aún más sospechosa la verdad por cierto.
Pero ha sido en el siglo XX y en EEUU donde se han cometido las mayores tropelías racistas en la literatura. Algo que no extraña nada en un país que ante la más excelsa expresión negra de la música moderna, el jazz, presentaba con abochornantes honores como rey del jazz en los años 30 a Paul Whiteman, cuyo apellido era una declaración de principios pero su música de una mediocridad lamentable. Con todo, al público, de cualquier color, no se la daban con liebre y ya había decidido que el verdadero rey era Duke Ellington, negro como el tizón.
Otro negro ilustre: Nicolás Guillén

El prejuicio racial probablemente haya influido en el hecho de que el enorme poeta Langston Hughes (Blues) no perteneciera, como le corresponde por derecho, a la Generación Perdida norteamericana, un nutrido grupo de extraordinarios escritores... blancos. Hughes, que fue botones de hotel, estuvo en la Guerra Civil española como corresponsal, fue amigo de Rafael Alberti, perteneció a la Alianza de Escritores Antifascistas y es fundador de lo que se ha venido a conocer como "Renacimiento de Harlem", al menos no tuvo que padecer el doble prejuicio, racial y de género, que sí sufrieron sus compañeras de generación como Zora Neale Hurston (Sus ojos miraban a Dios) o, algo después, Alice Walker (El color púrpura), extraordinarias novelistas ambas muy tardíamente reconocidas. Los años 60 fueron pródigos en la reivindicación racial en Norteamérica, hartos los afroamericanos de postergación e injusticias y fenómenos como el blackpower, el blackploitaxion o los panteras negras son muestras de aquel tiempo, al igual que la obra del poeta, músico y maestro fundador de la poetry slam Gil Scott-Heron (La revolución no será televisada), o el escritor y activista homosexual James Baldwin (Ve y dilo en la montaña), reivindicado en el documental de 2016 I´m not your negro. No obstante, el renacimiento racial en realidad tardó en llegar y la concesión del Nobel de Literatura en 1993 a Toni Morrison (La canción de Salomon), sólo en parte venía a reparar esta afrenta.
Las cosas parecen haber sido mejores, desde luego, en la América de habla hispana, donde el poeta nicaragüense Rubén Darío es toda una institución sin haber dejado de reivindicar nunca sus raíces indígenas ("las ínclitas razas ubérrimas") a la vez que la modernidad lírica (Azul). En definitiva un negro influyente que al parecer a veces llegó a tener su propio "negro" (el sevillano Alejandro Sawa, escritor maldito donde los haya y de muy negra suerte, aunque su piel fuera clara).  Y eso por no hablar del peruano César Vallejo (Trilce), otro heraldo negro e indígena que se arrastró por París y deambuló por la guerra de España mientras reinventaba la lengua española contorsionándola hasta cimas aún no superadas, como reconocieron sus contemporáneos. Y era negro, sí señor, como Nicolás Guillén (Sóngoro Cososngo), negro zumbón de Camagüey, primer poeta comunista caribeño y fundador de lo afrocubano, además de etnólogo y folcklorista autor de algunas de los más memorables sones en el nuestro o en cualquier otro idioma.
Chimanda Adichie, autora de Americanah
Es posible que, gracias a algunos de estos precedentes, se puedan mirar las obras del dominicano Junot Díaz (La maravillosa vida breve de Óscar Wao), del colombiano Óscar Collazos (Señor Sombra), o de la jovencísima nigeriana Chimanda Adichie (Americanah), todas ellas internacionalmente premiadas, atendiendo a sus méritos artísticos y no solamente al color de sus caras. Vale