Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



martes, 16 de junio de 2020

Cartografías del confinamiento



La Metamorfosis de Kafka, una metáfora del confinamiento

Una cosa está clara. En los tiempos de Twitter y  Netflix el confinamiento ya no es lo que era, a mí que no me digan. Para algunos incluso ha tenido mucho de recreo y hasta de epifanía personal, que en eso no entro. Desde luego nada que ver con esos castigos bíblicos, que torturaban y enrarecían el carácter, que forjaban destinos y propiciaban venganzas. El más famoso de los de este jaez es si acaso el del legendario Edmundo Dantés, El Conde de Montecristo (1842), al que unos malvados mantuvieron encerrado siete años en la novela de Alejandro Dumas (escrita en realidad por Auguste Maquet, su “negro literario”), hasta que se las piró prometiendo venganza. Y cumpliendo, para gozo de sus lectores,  pues la reparación de las injusticias, aunque sea cometiendo otra, suele estar muy prestigiada en la literatura popular. Otro ilustre confinado deseoso de venganza es Segismundo, el mísero de sí, al que su propio padre encerró en una torre desde que nació para evitar una profecía, dando así razones para que se cumpliera. Calderón de la Barca montó todo un dramón con eso en La vida es Sueño (1635), pero no me negaréis que ese confinamiento no se parecía nada al nuestro, en el que aún no nos hemos planteado qué delito cometimos naciendo. De adolescente me gustaba mucho Richard Matheson, del que ya hablamos en el guardián anterior. Este infravalorado escritor estadounidense escribió El Increíble hombre menguante (1956), entre risible y angustiosa historia del confinamiento en la cocina de un hombre reducido a la minusculez, diminuto, y enfrentado así a la grandiosidad de un rallador de patatas o unas tijeras de pescado. Entre la teoría nietzscheana del superhombre  y una parábola feminista, la olvidada novela de Matheson, llena de inesperados peligros domésticos, tendría en realidad mucho que decir a los desconfinados de hoy en día, que han huido de sus casas como alma que lleva el diablo. Pero sin duda la más impactante historia jamás contada sobre un confinamiento involuntario es La Metamorfosis (1912), del discreto escritor checo en lengua alemana Franz Kafka, una historia esta sí llena de humor negro sobre el triste destino del hombre contemporáneo, condenado a ser cucaracha encerrada en un mundo incomprensible lleno de puertas tras las que nos oyen pero no nos escuchan. Pura dinamita, oiga. La habitación de la que nunca pudo salir Gregor Samsa, fascinó a Nabokov entre otros muchos lectores que la convirtieron en símbolo de las invisibles prisiones contemporáneas.
Luego están los que en lugar de narrar un confinamiento lo han vivido en sus propias carnes, voluntariamente u obligados. Entre estos segundos el más famoso fue el que recluyó durante tres días en Villa Diodati, la casa de veraneo de Lord Byron en Suiza, al propio Byron, a su amigo el poeta Percy Shelley, a su novia de entonces Mary Shelley y al oscuro ayudante de Byron, William Polidori, en junio de 1816. Parece que la erupción de un volcán en Indonesia provocó una espesa combustión de ceniza y azufre que llegó hasta Europa, donde hubo incluso que confinarse unos días. Los confinados de Villa Diodati parieron todos obras maestras en aquel encierro, de las que las más perdurables fueron Frankenstein, claro, y El Vampiro del casi imberbe Polidori, que abrió con ella un fecundo y truculento camino a los comedores de sangre.  De esa estirpe eran, desde luego, los que obligaron a la niña judía Anna Frank a recluirse con su familia durante casi tres años en una habitación realquilada en Ámsterdam (aún se conserva y hoy es su casa-museo) para protegerse del enemigo. En su caso, el enemigo era bien visible, el III Reich,  no como el covid-19 que, no obstante, como los nazis, también estuvo avisando durante una temporada de lo que era capaz de hacer, y como entonces los países occidentales prefirieron cruzarse de brazos hasta que no les quedó más remedio. También duró casi tres años el confinamiento del filósofo antiesclavista, defensor de la naturaleza y de la desobediencia civil Henry David Thoreau, aunque en su caso fue voluntario y tuvo mucho de purificación. Narró la experiencia en Walden (1854), por el lago en el que situó la aislada cabaña en la que acabó descubriendo que no necesitaba de nadie para subsistir y mucho menos de los parlamentarios de Nueva Inglaterra. De todas maneras mi confinamiento literario favorito son los 36 años que pasó el poeta alemán Friedrich Hölderlin sin salir de casa del ebanista de Tubinga William Zimmer, un carpintero culto que, admirador del autor de Hyperion (1799), lo recogió del hospital mental donde se hallaba y lo cuidó ya hasta su muerte sin saber a ciencia cierta si lo que tenía en casa era un genio o un loco.  Ah, tal vez la disyuntiva en la que nos resumimos todos. Vale