Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé
lunes, 3 de octubre de 2016
Kafka en la orilla de Haruki Murakami
Veamos: en este libro hay un violento asesinato con arma blanca, un prófugo, dos cómplices y una huida, pero no es un thriller. Hay también un avión norteamericano que, durante la II Guerra Mundial, vierte un gas tóxico sobre una montaña japonesa provocando que un grupo de alumnos de la ESO de excursión pierda el conocimiento durante horas; sólo se salva la profesora, que decide investigar, pero desde luego no se trata de una intriga política. En esta novela también hay una historia de amor a lo largo de diferentes generaciones, pero no es un libro romántico; es posible que incluso sea anti-romántico. También hay un adolescente que se escapa de casa para conocer mundo y gente, aprender sobre la condición humana y descubrir el sexo con una señora de cincuenta, pero no es un bildungsroman ni nada que se le parezca. También tenemos violaciones, incestos, pederastia y un hermafrodita, pero no es un libro morboso. Hay lluvias de cangrejos, de sanguijuelas y de merluzas, pero no es realismo mágico. Hay un estrafalario superhéroe con poderes capaz de viajar en el espacio y en el tiempo y una piedra misteriosa que da acceso a otra dimensión, pero no es un libro fantástico. Hay también un tipo capaz de hablar con los gatos, pero no es un libro de autoayuda. Hay también infinidad de referencias literarias, cinéfilas y musicales, pero no es en absoluto snob. También está muy presente la cultura japonesa, sus comidas, sus costumbres y sus leyendas, pero no es un libro chauvinista ni nipón-maniaco. Hay tramado todo el tiempo un paralelismo con Edipo Rey, pero no se trata de una tragedia griega actualizada ni mucho menos. Kafka en la orilla es Murakami puro, un género inventado por él que es fascinante y adictivo, y con el que no han podido ni los propios excesos del autor en libros posteriores. Si vas a leer a Murakami, uno de los más grandes autores vivos, este es tu libro. Ah, por cierto, y ya termino: Kafka en la orilla tiene casi 600 páginas, y no es un libro gordo.
jueves, 31 de marzo de 2016
Algunas excentricidades, locuras y extravagancias de grandes científicos
Durante toda la historia de la
humanidad hemos conocido el caso de muchos genios con algún desorden mental y/o
neurológico. No se escapan los grandes científicos:
Tycho Brahe:
Algunas
de las excentricidades de este famoso astrónomo eran tener un alce como mascota
y un enano debajo de la mesa al que le daba de comer de vez en cuando. Al
parecer, murió por no ir al baño: contrajo una infección en la vejiga tras
aguantar sus ganas de orinar en un banquete ya que pensaba que levantarse sería
romper la etiqueta.
Isaac Newton:
Considerado
por muchos el científico más importante de la historia, en la Enciclopedia
Británica podemos leer que sufría algunos trastornos psicóticos como depresión,
desorden bipolar y paranoia. Llegaba incluso a olvidarse de comer y dormir.
Dedicó gran parte de su vida a la alquimia, por lo que algunos de sus biógrafos
piensan que pudo padecer un envenenamiento de la razón debido a sus
exposiciones al mercurio.
Entre
sus excentricidades podemos citar la de no publicar los descubrimientos que
hacía. Por ejemplo, se cuenta que Edmund Halley lo visitó en 1684 y le comentó
que estaba estudiando con algunos colegas de Londres qué fuerza era la que
mantenía a los planetas en órbita elíptica girando alrededor del Sol. Halley
animó a Newton a averiguarla y el gran sabio le contestó que ya lo había
descubierto hacía 20 años, aunque había extraviado muchas notas. En 1867
publicó los trabajos realizados en el libro “Philosophiæ naturalis principia mathematica”,
donde enunció sus tres famosas leyes de la dinámica, a partir de las cuales
pudo deducir la expresión de la fuerza gravitatoria. Según muchos historiadores
de la Ciencia, es posible que Newton se llevase a la tumba muchos
descubrimientos que aún hoy desconozcamos.
Gaspar Balaus:
Aunque no muy
famoso, este médico del siglo XVII (además de orador y poeta) estaba convencido que
estaba hecho de mantequilla. Evitaba cualquier fuente de calor (una
lámpara, una chimenea,…) para no derretirse. Tal era su manía que le llegaría a
costar la vida: un día muy caluroso temió fundirse y se arrojó de cabeza a un
pozo, muriendo ahogado.
Albert Einstein:
Este
gran genio, considerado por sus coetáneos como “el científico excéntrico de los
pelos revueltos”, casi no sabía hablar a los 3 años y hasta los 9 no lo hizo
con fluidez. Suspendió su primer examen de selectividad. Aprobó las asignaturas
de Matemáticas y Ciencias, pero suspendió Historia y Geografía. Algún tiempo
después le preguntaron el motivo y su respuesta fue que eran muy aburridas y
además no estaba de humor para contestar correctamente.
De vez en cuando paseaba con su
violín, tocando melodías de Mozart, y lloraba al observar los pájaros.
Decidió
dejar de usar calcetines al “descubrir” que el dedo gordo del pie termina
siempre haciendo un agujero en ellos.
Le
chiflaban las mujeres, pero cuanto más vulgares, sudorosas y malolientes mejor.
Nunca le importó la belleza física, ya que decía que la visión de una bonita
jovencita le entristecía al recordarle el breve tiempo que estamos en la Tierra
los seres humanos.
Este
brillante lógico y matemático, colega de Einstein, padecía de delirios
persecutorios, hasta tal punto que creía que era perseguido para envenenarlo.
Sólo comía lo que le preparaba su esposa, la cual debía probar los platos antes
de que él los tocara. Murió de inanición porque su esposa fue ingresada durante
un tiempo y mientras no volvió a tomar ningún alimento.
Nikola Tesla:
Sufría
de trastorno obsesivo compulsivo. No podía tocar nada que pudiese estar sucio o
tuviese forma redonda; estaba obsesionado por el número 3, daba tres vueltas a
los edificios antes de entrar y limpiaba sus cubiertos antes de comer
utilizando exactamente 18 servilletas.
Padecía de agorafobia
(temor a estar en espacios abiertos), lo que le hacía padecer de alucinaciones,
temblores, ansiedad y otras crisis de histeria.
Henry Cavendish:
Los psicólogos harían sus delicias estudiando
a Cavendish, uno de los hombres más extraños e insociables de la historia.
Vivía con unas cuantas libras esterlinas a la semana, a pesar de ser el
principal accionista del Banco de Inglaterra. Su gran riqueza, unida a su noble
linaje, hacía de él uno de los solterones más codiciados de la época, pero
Cavendish enfermaba al ver a una mujer. Se comunicaba con sus sirvientas por
escrito para no verlas, llegando al extremo de mandar construir una escalera en
la parte posterior de su casa para entrar y salir sin ser visto por las
doncellas de su servidumbre. Era tan excéntrico, tímido e introvertido que no
tenía trato cercano con nadie. No contando con los aparatos necesarios para
medir la intensidad de corriente eléctrica en sus experiencias, por no
encargárselos a otros, medía dicha intensidad consigo mismo según el dolor, más
o menos fuerte que le producían las descargas.
Richard P. Feynman:
Galardonado
con el Premio Nobel de Física de 1965, este extravagante e inteligente
científico no pronunciaba ninguna palabra a los tres años y tuvo que salir del
ejército tras la 2ª Guerra Mundial al ser considerado “deficiente mental”.
Tenía
adicción a los bares de topless. Según relata en su autobiografía, le gustaba
ir a estos lugares para relajarse. Pedía un 7-Up y aprovechaba la inspiración
para escribir reflexiones y ecuaciones en las servilletas del local.
No le gustaban
demasiado los premios, aunque se tratase del Nobel. Entre las tres y las cuatro
de la madrugada sonó el teléfono de su casa. “¿Para qué me molestan a estas
horas de la madrugada?”. “Pensé que le gustaría saber que ha ganado usted el
Premio Nobel!, le dijo un desconocido. “¡Síííí! ¡Pero ahora estaba durmiendo!”
Enfermó
de cáncer, y tras varias operaciones fallidas, decidió no seguir más
tratamientos. Murió el 15 de febrero de 1988 tras decir: «No soportaría tener
que morir dos veces. Es muy aburrido».
Yoshiro Nakamatsu:
Según el autor de unos
3000 inventos, entre ellos el disquete, la privación de oxígeno estando bajo el
agua hace que se le ocurran inventos. Muchas de sus grandes ideas
las ha obtenido a punto de ahogarse, a casi medio segundo de la muerte. Cuando
le llega una idea, la anota en un dispositivo que funciona bajo agua, y sube
nuevamente.
miércoles, 3 de febrero de 2016
Libros verdes
Quizá haya abusado del falso "spoiled" o la publicidad engañosa con el título de esta columna, atrayéndome el interés de los amantes de la literatura de peripecia erótico-festiva, la cual también tendrá desde luego su espacio en algún momento, pero de lo que hoy se trata es de festejar aquella que, de alguna manera, ha emprendido la cada vez más necesaria batalla en defensa de la Madre Tierra. Libros que han hecho de la Naturaleza su bandera, a contracorriente de un mundo que la maltrata con saña, en una lamentable huida adelante cuyo fin no parece ser otro que su aniquilación definitiva.
Aunque hay algunos ejemplos clásicos, como las Geórgicas de Virgilio, las Odas de Horacio o el mismísimo Tao Te Ching, e incluso algún bello ejemplo escandinavo (La Bendición de la tierra, de Knut Hamsun), parece que ha sido la industrialización del Nuevo Mundo la que ha producido los gritos más desgarrados en favor de la Madre Naturaleza, como la justamente célebre carta del jefe indio Noah Selth, escrita en 1854, en la que espetaba al presidente de los Estados Unidos que no se puede vender el aire ni el color del cielo. Otra brava demostración de que la vida en la sociedad industrial era una nueva forma de esclavismo es la que emprendió el librepensador y apologeta de la desobediencia civil, Henry David Thoreau, trasladándose a vivir durante casi tres años a una cabaña construida por él mismo a las orillas del lago Walden (en la imagen), y que reflejó en el libro del mismo título, publicado también en 1854, lectura imprescindible para los que creemos que otro mundo es posible. Como lo es también la delirante sátira hippie La pesca de la trucha en América (1967), un extraño y desconocido libro de un tal Robert Brautigan, una suerte de perdedor profesional, vagabundo y senderista, que plantea en ella la más surrealista cosmología de la naturaleza norteamericana, llena de fantasía, de psicodelia, de ácido y de rabia contra la moderna sociedad de consumo. Aunque si hay una novela rabiosa contra la industralización y la inmisericorde destrucción del medioambiente, esa es, sin duda, La Banda de la Tenaza, de Edward Abbey, en la que un grupo de medioambientalistas monta un comando terrorista para boicotear trazados de ferrocarriles, fábricas contaminantes, pozos de petróleo y todas las brutales heridas que cotidianamente se infligen a la naturaleza virgen. Son duros de pelar, un auténtico Equipo A del ecologismo. Joya contracultural de 1975, la obra hace nacer el ecoterrorismo con la naturalidad de una venganza telúrica, y además muy divertida.
También podríamos considerar como "verdes" aquellas obras que han hecho una defensa de la Naturaleza por defecto; esto es: mostrando los inconvenientes de no respetarla. En ese camino ocuparían un lugar de excepción El Mundo Sumergido (1962) de J.G. Ballard, que describe la inundación de la tierra tras el calentamiento global y el deshielo de los casquetes polares, o la excepcional, compleja y muy imitada obra de ciencia-ficción Dune (1965), de Frank Herbert, que se va al año 20.000 para situarnos en un mundo, el de Arrakis, totalmente desértico, en el que toda la tecnología se dedica a la recuperación del agua, convertida en el petróleo del futuro. Quizá no tengamos que esperar tanto.
En español, y salvando las aportaciones de nuestros ascetas Fray Luis de León y Fray Luis de Granada (que escribió un muy prescindible "Canto a la Naturaleza"), ha sido también en la otra orilla donde se han hecho las aportaciones más notables. Libros como Huasipungo, de Jorge Icaza, o la extraordinaria novela El Tungsteno, del poeta peruano César Vallejo, planteaban con pericia cómo la destrucción de la recursos naturales envilecía a los seres humanos hasta cosificarlos en una desnaturalizada sociedad de consumo. El tema ha seguido vivo en aquellos lares y no son pocos los cantautores, de Violeta Parra a Mercedes Sosa, pasando por Silvio Rodríguez, que han puesto su lira al servicio de la Madre Tierra, porque aún estamos a tiempo de salvarla, o si no, al menos de que nos perdone.
Aunque hay algunos ejemplos clásicos, como las Geórgicas de Virgilio, las Odas de Horacio o el mismísimo Tao Te Ching, e incluso algún bello ejemplo escandinavo (La Bendición de la tierra, de Knut Hamsun), parece que ha sido la industrialización del Nuevo Mundo la que ha producido los gritos más desgarrados en favor de la Madre Naturaleza, como la justamente célebre carta del jefe indio Noah Selth, escrita en 1854, en la que espetaba al presidente de los Estados Unidos que no se puede vender el aire ni el color del cielo. Otra brava demostración de que la vida en la sociedad industrial era una nueva forma de esclavismo es la que emprendió el librepensador y apologeta de la desobediencia civil, Henry David Thoreau, trasladándose a vivir durante casi tres años a una cabaña construida por él mismo a las orillas del lago Walden (en la imagen), y que reflejó en el libro del mismo título, publicado también en 1854, lectura imprescindible para los que creemos que otro mundo es posible. Como lo es también la delirante sátira hippie La pesca de la trucha en América (1967), un extraño y desconocido libro de un tal Robert Brautigan, una suerte de perdedor profesional, vagabundo y senderista, que plantea en ella la más surrealista cosmología de la naturaleza norteamericana, llena de fantasía, de psicodelia, de ácido y de rabia contra la moderna sociedad de consumo. Aunque si hay una novela rabiosa contra la industralización y la inmisericorde destrucción del medioambiente, esa es, sin duda, La Banda de la Tenaza, de Edward Abbey, en la que un grupo de medioambientalistas monta un comando terrorista para boicotear trazados de ferrocarriles, fábricas contaminantes, pozos de petróleo y todas las brutales heridas que cotidianamente se infligen a la naturaleza virgen. Son duros de pelar, un auténtico Equipo A del ecologismo. Joya contracultural de 1975, la obra hace nacer el ecoterrorismo con la naturalidad de una venganza telúrica, y además muy divertida.
También podríamos considerar como "verdes" aquellas obras que han hecho una defensa de la Naturaleza por defecto; esto es: mostrando los inconvenientes de no respetarla. En ese camino ocuparían un lugar de excepción El Mundo Sumergido (1962) de J.G. Ballard, que describe la inundación de la tierra tras el calentamiento global y el deshielo de los casquetes polares, o la excepcional, compleja y muy imitada obra de ciencia-ficción Dune (1965), de Frank Herbert, que se va al año 20.000 para situarnos en un mundo, el de Arrakis, totalmente desértico, en el que toda la tecnología se dedica a la recuperación del agua, convertida en el petróleo del futuro. Quizá no tengamos que esperar tanto.
En español, y salvando las aportaciones de nuestros ascetas Fray Luis de León y Fray Luis de Granada (que escribió un muy prescindible "Canto a la Naturaleza"), ha sido también en la otra orilla donde se han hecho las aportaciones más notables. Libros como Huasipungo, de Jorge Icaza, o la extraordinaria novela El Tungsteno, del poeta peruano César Vallejo, planteaban con pericia cómo la destrucción de la recursos naturales envilecía a los seres humanos hasta cosificarlos en una desnaturalizada sociedad de consumo. El tema ha seguido vivo en aquellos lares y no son pocos los cantautores, de Violeta Parra a Mercedes Sosa, pasando por Silvio Rodríguez, que han puesto su lira al servicio de la Madre Tierra, porque aún estamos a tiempo de salvarla, o si no, al menos de que nos perdone.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)