Pocas
veces un puñetazo de vida golpea tan fuertemente la literatura como en La Taberna, la más impresionante de las
novelas de Zolá, la más desnuda. Y lo cierto es que en ella no hay grandes
amores (más bien pequeños y mediocres), ni crímenes, ni misterios, ni grandes
acontecimientos históricos. En verdad, lo más notable de La Taberna es que no pasa realmente nada: la bajada de los salarios,
los despidos, el alquiler, los préstamos, los desahucios, los problemas con los
hijos adolescentes, los rifirrafes con el vecino, la obesidad, la alopecia… En
fin, nada que no pase todos los días, en 1877 y en 2017. La vida en toda su
crudeza, sin componendas ni concesiones, sin lirismos, sin buscar la épica
vacua de la vida cotidiana. Veinte años en la vida de una mujer, Gervaise
Macquart, que no es ni una heroína ni es nada, que es descarada y un pelín
chuleta, pero buena gente… a veces, que es vocinglera y dulce, que es
afortunada y gafe, trabajadora y holgazana, entregada a sus hijos y ruin con
ellos, amorosa y despreciable, que es guapa y se vuelve fea, que es delgada y
acaba gorda. Nada. Absolutamente nada. Sólo la vida, con sus contradicciones.
Se ha hablado de que es una novela sobre el pueblo, sobre el alcoholismo o la
pobreza, que Zolà es mecanicista y simplón. Nada de eso es cierto: La Taberna es la vida, sin más y sin
menos, sin adornos y sin literatura. Y sin embargo, Gervaise es uno de los
más grandes personajes literarios que puedas echarte a la cara, y las
desventuras de su vida van a cambiar la tuya. Seguro.
Leyendo
La Taberna uno entiende muchas cosas:
cómo la miseria engendra vagancia y molicie, cómo la falta de recursos
intensifica, aunque parezca incomprensible, los lujos superfluos; cómo la
desgracia ajena enciende el morbo; dónde acaban los abrazos que no se dan. Se
entiende mejor a los borrachos, a los cobardes, a los egoístas, a los cínicos.
No se los quiere… pero se los entiende más. Pocos personajes de La Taberna se hacen de querer, todos
están llenos de defectos, pero a todos te los puedes encontrar por la calle. De
muy pocos libros puede uno decir esto: sólo de los mejores.
La
de Gervaise es la séptima de las novelas de la serie de Los Rougon-Macquart, en la que Zolà emprendió el relato de la
“intrahistoria” de Francia durante el II Imperio (el de Napoleón III, de 1850 a
1870), a través de la historia de una misma familia, con todos sus hijos,
primos, cuñados, sobrinos, etc. Fue la más popular de las veinte, prueba de que
los lectores de entonces no se dejaban engañar. Está llena de escenas
memorables, como la pelea inicial en el lavadero, la boda de Gervaise con
visita al Louvre incluida, la muerte de mamá Coupeau, o la ronda final de
Gervaise por los boulevares periféricos mirando su sombra. Tiene un plantel de
secundarios formidable, como el culto señor Madinier, la señora Lerat, el
comilón Mes-Bottes, la señora Boche la portera, o el sepulturero Bazouge,
personajes cualquiera a cuyo alrededor París se destruye y se reconstruye
mientras la Historia de Francia y del mundo avanza no sabemos muy bien hacia
dónde. Otra cosa que hace grande La Taberna es que te deja con ganas de
más, pero Zolà, amplificando y llevando a su culminación un procedimiento
inventado por Balzac, no deja de recuperar sus personajes, inventando el ‘spin
off’ y aumentando la sensación de realidad. En El vientre de París, por ejemplo, la protagonista es la hermanastra
de Gervaise, Lisa, que pone una carnicería en Les Halles; en Germinal reaparece Ettiene, el hijo
mediano de Gervaise y Lantier, y en Naná
la protagonista es su hija pequeña cuyas andanzas comienzan en La Taberna. El olvidado hijo mayor de
Gervaise, reconvertido en pintor, va a protagonizar La obra, una de las últimas de las serie. Bazouge, Mes-Bottes o la planchadora Clemence
reaparecen una y otra vez en distintas novelas de la serie.
En
un tiempo en el que se ha querido ocultar la verdad debajo de la alfombra,
sacándola de la literatura, para vendernos un mundo rosáceo, lleno de gaviotas
y finales felices, Zolà era un incordio y se le ha increpado y marginado, a él
y al Naturalismo, pero no cabe duda: es uno de los grandes. Sin forzar la nota,
contó la verdadera historia de Francia, sus barrios, sus clases sociales y sus
conflictos. Lo real, la vida misma: naturalismo es naturalidad.