Me comenta el bibliotecario mayor del reino que las dimensiones de la torre podrían incrementarse hiperbólicamente si incluyéramos en ella un espacio para familias literarias, sagas históricas en el mundo de las palabras, como los Mann, los Singer, los Goytisolo, o los Panero. Familias que, de un modo u otro hacen bueno aquello con lo que Tolstoi comenzó su Guerra y Paz: “Todas las familias felices se parecen; las infelices lo son cada una a su manera”.
Y no se me ocurre una
inauguración mejor para esta serie que los Baroja, familia disfuncional donde
las haya, de cierta excentricidad y carácter algo difícil, unos por timidez y
otros por estilo, como dijo de ella su mejor cronista, Julio Caro Baroja, el
último mohicano de aquella saga. Y lo es sobre todo porque los Baroja, viviendo
al margen de España, por falta de acomodo físico incluso con la gente, eran a
su manera españolísimos, desde su bisabuelo Rafael Baroja, aguerrido periodista
afrancesado, que fundó en el País Vasco La
papeleta de Oyarzun durante la guerra de la independencia y que fue liberal
en medio de un país de absolutistas. Ganas de llevar la contraria…
El padre de los Baroja, Serafín,
fue un itinerante ingeniero de minas, de muchos y muy sonoros apellidos vascos,
que vino a matrimoniar con la italianísima Carmen Nessi, de rica familia de
navegantes lombardos. Tuvieron tres
hijos: Darío (que murió adolescente, de tisis), Ricardo y Pío. Dieciséis años
después nacería, al fin, la niña, Carmen, que acabaría casándose con un
primoroso editor, Rafael Caro Raggio. Durante sus infancias, siguiendo los
destinos de su padre, peregrinaron entre
San Sebastián, Bilbao, Madrid y Pamplona, donde el abuelo materno poseía una casa de Pensión barata, cuyos huéspedes acabaron nutriendo el imaginario de muchas de las novelas de
Pío. Los veranos, eso sí, los pasaban en
Vera de Bidasoa, en Itzea, donde adquirieron una casona que acabó convirtiéndose en
emblema familiar.
El único que
estudió algo, y aún a desgana, fue Pío (1872-1956), que acabó medicina en
Madrid y llegó a ejercer algún tiempo en Cestona (Guipuzcoa), donde cogió mala
fama de médico pesimista y cansino, además de antipático a más no poder.
Desengañado de la profesión volvió a Madrid, donde su hermano Ricardo se había
hecho cargo de una panadería “Viena Capellanes”, y aunque nunca trabajó allí,
el negocio familiar dio para algunas bromas: “Don Pío es un novelista de mucha
miga”, llegó a decir Rubén Darío. “Darío es un escritor de mucha pluma; se nota
que es indio”, le repuso Baroja, malencarado. Como escritor Pío dio lugar a un
adjetivo, “barojiano”, que viene a denominar todo lo que era “hipster” a
principios del siglo pasado. Costumbrista, desaliñado, episódico, más dotado
para la estampa que para el cuadro o el retablo, Pío fue prolífico y
repetitivo, y quizá por su desapego por todo, incluso por lo importante, gozó
de éxito y nombradía. Como todo le desagradaba, incluso la democracia,
simpatizó con las dictaduras, primero la de Primo de Rivera, que mandó al
exilio a Unamuno, y luego por la de Franco, de la que huyeron muchos de sus discípulos.
La aparición de Comunistas, judíos y
demás ralea (1938) no deja lugar a duda al respecto. Durante la posguerra,
permaneció sobre todo en Vera, en su
casona, poniendo de moda la boina y las zapatillas de cuadros para andar por
casa. La modernidad de lo rancio. Lo mejor de su obra, ya nadie puede dudarlo, son las novelas de aventuras
juveniles, como Zalacaín o las Inquietudes de Shanti Andía, cuyos
protagonistas derrochaban un entusiasmo por la vida que, en cambio, su autor
racaneaba. De su obra mayor yo sólo salvaría La Busca, primera de la trilogía “La lucha por la vida”, muy
influida, no obstante por la de Jules Vallès.
Las relaciones
con su hermano no fueron mucho más fluidas que con las del resto de congéneres,
aunque en este caso quizá influya el hecho de que, en cierto modo, Ricardo
Baroja (1871-1953) sí fue el hombre de acción que Pío nunca pudo ser. Hermano tarambana
de la familia y libertario mucho más allá de lo espiritual, Ricardo fue
panadero, mozo en la fonda de su abuelo, bibliotecario, archivero, músico de
calle, actor, ilustrador y tertuliano. Amante de emociones fuertes (perdió el
ojo en una carrera de automóviles y ya siempre lució un parche) y un si es no
es de subversivo (participó activamente en la Revolución de Jaca, como contó en
el muy divertido Arte, cine y
ametralladora), Ricardo fue amigo de Azaña, fundó la Asociación de Amigos
de la Unión Soviética y fue el mejor pintor de nuestra Guerra Civil (casi 60
óleos bélicos). Como pintor, sobre todo por sus aguafuertes, muy en la línea
del Goya expresionista, recibió la medalla de Oro de Bellas Artes, pero fue
también escritor de mérito, con obras como Gente
del 98 (donde analiza un tiempo en el que fue muy fácil nadar y guardar la
ropa) y la desconocidísima y genial distopía humorística El pedigrée, irónica obra teatral sobre los peligros de la
eugenesia y la creación de razas superiores, que en 1926 se anticipó tanto a la
literatura como a la Historia. Por último conviene indicar que, pese a que las
relaciones de Ricardo con su hermano Pío no fueron de lo más fetén, fue
ilustrador y portadista de toda su obra literaria en la editorial Caro Raggio,
propiedad de su cuñado, persuadida tal vez toda la familia de que si había un
hueco en la Historia para algún Baroja, sin duda debía ocuparlo Pío.
Y sin embargo
había Barojas para rato. La hermana Carmen, que fue la princesa de los Baroja,
y también ocasional escritora, dio a luz a los dos infantes. El mayor, Julio
Caro Baroja (1914-1995), criado a los pechos de su tío Pío, acabó siendo
albacea y cronista familiar (Los Baroja
aún desprende aroma de un tiempo ido), y acumulando los títulos y cátedras que
sus tíos nunca tuvieron, ganándose fama
de sabio con títulos como Las brujas y su
mundo, sobre la inquisición o Los
judíos en la España moderna y contemporánea, de los que habló sin duda con
más respeto que su tío el novelista. Por su parte Pío Caro Baroja (1928-2015),
el benjamín de la saga, siguió más los pasos de Ricardo, eligiendo una vida
menos quietista y académica que la de su hermano, y entregándose al cine como
documentalista, guionista y hasta director, aunque incapaz de olvidar el legado
familiar, pues convirtió en imágenes algunas obras de su tío como El mayorazgo de Labraz o La última vuelta del camino, que, en su
caso, parece haber sido de ida y vuelta.