Esta visto y
comprobado: la paz no es comercial. Ese ideal estado de ataraxia y fraternidad
no interesa a los amos de este mundo. El buen rollo no vende, no se monetiza
bien. El conflicto, la tensión, la Guerra son mucho mejores, tanto para vender
armas como ansiolíticos. No hay más que tener los ojos abiertos y mirar.
Lamentablemente la literatura no ha sido una excepción: la paz no ocupa una sola línea en el genial mamotreto de León Tolstoi que la lleva en el título mientras que sus páginas están llenas de ardor guerrero, de histerismo y de francofobia. En cambio la guerra está hasta en la sopa, desde Tucídides hasta Almudena Grandes. No obstante, repasemos brevemente algunas de ellas que, por su mérito, van más allá de la mera literatura bélica para integrar una especie de pléyade de las letras con guerra al fondo. Sólo nos centraremos en los extranjeros, dejando para otro post a los cronistas de nuestra España doliente.
Entre los más antiguos, El Arte de la Guerra de Sun Tzu, tiene sus fans -casi todos de
extrema derecha- pero para mí es un truño, mucho mejor la Ilíada de Homero, dónde va a parar: toda una apoteosis de la épica
Antigua donde los caballos de madera ocultan ejércitos, las tías buenas
provocan guerras y, en medio de todo, el atribulado Aquiles tendrá que superar
toda clase de problemas, incluida la fascitis plantar.
Las
guerras coloniales también tienen su público, pero si tengo que elegir sólo una
novela, sin duda El hombre que pudo
reinar de Rudyard Kipling, escritor británico, imperialista hasta las
trancas, pero autor de algunas maravillas, como El libro de la selva. Esta, que en realidad es un relato, explora
la posibilidad de que hubiera habido rajás occidentales en algunas aldeas de la
India y de Oriente Medio, algo que, en realidad, no era estrictamente necesario:
bastaba con financiarlos, como se descubrió pronto. Frente a esta pequeña obra
maestra de Kipling no tiene nada que hacer, pese a su fama, Los siete pilares de la Sabiduría el
ladrillo de T.E. Lawrence, Lawrence de Arabia, que además de un escritor
pésimo, tiene la manía de hablar constantemente de si mismo elogiando su papel
en aquel auténtico juego de tronos que fue la descolonización árabe.
Entre
los conflictos bélicos del s. XX es la I Guerra Mundial la que se lleva la
palma, pues la “última guerra romántica” contó con numerosos cronistas-combatientes
de ambos bandos: Erich María Remarque con la prodigiosa Sin novedad en el frente por el lado alemán o Henri Barbusse con la
no menos vibrante El fuego por el
francés. En todo caso sobre aquel ridículo conflicto, resultado precisamente de
la descolonización, yo destacaría dos pequeñas obras maestras: El diablo en el cuerpo (1923), la
increíblemente precoz novela de Raymond Radiguet, que contaba la mórbida
historia de amor entre un adolescente y la mujer casada Marthe, cuyo marido está en el
frente. Para ellos la Guerra fue maravillosa: por lo pronto, cuatro años de
vacaciones. La otra es una joya desconocida, Los que teníamos doce años (1928) de Ernst Gläeser, en la que, con
un tono entre alucinado y violento, narra el absurdo entusiasmo con el que fue
acogida la declaración de guerra entre la juventud alemana de entonces y el
complejo de culpa con que la vivieron los que por edad se libraron de los
combates. Incomprensiblemente este novelón, que fue un éxito en su época, no
tiene edición moderna.
De
entre la amplia bibliografía sobre la II Guerra Mundial, en donde tanto ha
reinado la desinformación y el amarillismo, además de algunos testimonios
esenciales sobre el holocausto (Primo Levi, Imré Kertsz…) yo destacaría dos novelas:
Matadero Cinco (1969) de Kurt Vonnegut,
una divertidísima sátira sobre la ridiculez de las guerras con el trasfondo del
desconocido e inútil episodio del bombardeo de Dresde, en el que el autor
participó, y Vida y Destino (1980) de
Vassili Grossman, que radiografía la vida cotidiana de los soviéticos en el
rompeolas de la batalla de Stalingrado. Esta segunda ya no tiene ninguna
gracia.
Y
por fin, con respecto a la más incivil de las guerras, que fue la nuestra, una
guerra de clases en toda regla disfrazada de españolismo y sacristía, nadie ha
sabido verla con una mirada tan desprejuiciada y lúcida como el larguirucho británico
George Orwell, que fue miliciano del POUM, participó en la batalla del Ebro y
también en las lamentables jornadas de Mayo del 37 en Barcelona, que desmoronaron
para siempre sus sueño comunista. Se llama Homenaje
a Cataluña (1938) y vale un potosí. De nada