Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



miércoles, 1 de junio de 2011

Libros en la carretera


No recuerdo muy bien quién dijo (aunque tengo por costumbre endosarle a Oscar Wilde todas las citas dudosas) aquello de “todos los libros cuentan lo mismo: el paso de la adolescencia a la madurez”. Justo. O por decirlo de otro modo: el paso desde cuando sientes que nadie en el mundo te entiende, a cuando comprendes al fin que es al mundo al que no hay quien lo entienda. En realidad, todas las novelas buenas son así, “de aprendizaje” (los alemanes utilizan un palabro rarísimo “bildungsroman”: novelas de construcción o conocimiento). Pero dentro de estas, hay varios subgéneros: uno de los más interesantes son las novelas de carretera. A ellas vamos a dedicar "el Guardián" de este mes, para que, ahora que acaba el curso y se inician a su vez tantas otras cosas, nadie olvide que el movimiento se demuestra andando, y que las carreteras, aunque a veces puedan parecernos largas, llevan siempre a algún sitio.

Las novelas “de carretera” (no confundir con “mapas de carreteras”) en realidad son libros que en el fondo no cuentan más que un viaje, sólo que la persona que lo realiza al final acaba no pareciéndose ni a sí misma. La verdadera patria de las novelas de carretera ha sido sin duda EE UU, un país lleno de autopistas y de tipos perdidos. A veces incluso de tipos perdidos en la autopista. Supongo que tendrá algo que ver todo ese rollo del “far west”, de la conquista del oeste con tipos duros que se curten cruzando praderas infinitas mientras sobreviven a toda clase de peligros emboscados.

La más famosa novela de este estilo la escribió Jack Kerouac en un rollo de papel continuo largo en si mismo como una carretera, y así se llamaba, de hecho: En la carretera (traducida a veces como “en el camino”). Y le salieron mil imitadores queriendo contar ese viaje loco que cambia tu vida para siempre. Incluso Julio Cortázar escribió con mucho cachondeo una novela de “carretera”, Los autonautas de la cosmopista. Pero no nos engañemos, los dueños del género han sido siempre los yanquis (aunque la mejor novela “de carretera” americana, Lolita, la escribiera en realidad un ruso, Vladimir Nabokov). Títulos hay muchos: desde maravillas como Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta de Robert M. Pirsig (libro de cabecera de infinitos viajeros entregados a conocerse a si mismos viajando en trenes de tercera clase) hasta desfases como Miedo y asco en Las Vegas de Hunter S. Thompson (obra fundacional del periodismo gonzo, en que el cronista usa sobre si mismo las prácticas más delirantes) . No obstante, yo sentí siempre predilección por El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, una increíble novela de carretera “a pie”, y por La conjura de los necios de John Kennedy Toole, desquiciada y heroica novela "underground", donde ninguno de los inolvidables personajes que la pueblan va, en realidad, a ningún sitio, pero no paran de dar vueltas durante todo el libro.

Aunque si hemos de buscar los antecedentes de tan singular subgénero en realidad Don Quijote era ya una espléndida novela de carretera, o de... veredas, donde un chiflado con ideales y un campesino sin tierras se recorren los caminos de España hasta caerse muertos… de desilusión. Y, si así nos ponemos, es probable que la mejor novela de carretera de todos los tiempos no se desarrolle en la carretera sino en el mar: es La Odisea, de Homero, el más alto viaje al interior de uno mismo que vieron los siglos pasados y podrán ver los venideros.
P.D. El cuadro del principio, Rieles al atardecer, corresponde a otro ilustre explorador de nuestros interiores, el también norteamericano Edward Hopper.

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