Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



miércoles, 31 de enero de 2024

La paz empieza nunca

 


Esta visto y comprobado: la paz no es comercial. Ese ideal estado de ataraxia y fraternidad no interesa a los amos de este mundo. El buen rollo no vende, no se monetiza bien. El conflicto, la tensión, la Guerra son mucho mejores, tanto para vender armas como ansiolíticos. No hay más que tener los ojos abiertos y mirar.

           Lamentablemente la literatura no ha sido una excepción: la paz no ocupa una sola línea en el genial mamotreto de León Tolstoi que la lleva en el título mientras que sus páginas están llenas de ardor guerrero, de histerismo y de francofobia. En cambio la guerra está hasta en la sopa, desde Tucídides hasta Almudena Grandes. No obstante, repasemos brevemente algunas de ellas que, por su mérito, van más allá de la mera literatura bélica para integrar una especie de pléyade de las letras con guerra al fondo. Sólo nos centraremos en los extranjeros, dejando para otro post a los cronistas de nuestra España doliente.

    Entre los más antiguos, El Arte de la Guerra de Sun Tzu, tiene sus fans -casi todos de extrema derecha- pero para mí es un truño, mucho mejor la Ilíada de Homero, dónde va a parar: toda una apoteosis de la épica Antigua donde los caballos de madera ocultan ejércitos, las tías buenas provocan guerras y, en medio de todo, el atribulado Aquiles tendrá que superar toda clase de problemas, incluida la fascitis plantar.

                Las guerras coloniales también tienen su público, pero si tengo que elegir sólo una novela, sin duda El hombre que pudo reinar de Rudyard Kipling, escritor británico, imperialista hasta las trancas, pero autor de algunas maravillas, como El libro de la selva. Esta, que en realidad es un relato, explora la posibilidad de que hubiera habido rajás occidentales en algunas aldeas de la India y de Oriente Medio, algo que, en realidad, no era estrictamente necesario: bastaba con financiarlos, como se descubrió pronto. Frente a esta pequeña obra maestra de Kipling no tiene nada que hacer, pese a su fama, Los siete pilares de la Sabiduría el ladrillo de T.E. Lawrence, Lawrence de Arabia, que además de un escritor pésimo, tiene la manía de hablar constantemente de si mismo elogiando su papel en aquel auténtico juego de tronos que fue la descolonización árabe.

                Entre los conflictos bélicos del s. XX es la I Guerra Mundial la que se lleva la palma, pues la “última guerra romántica” contó con numerosos cronistas-combatientes de ambos bandos: Erich María Remarque con la prodigiosa Sin novedad en el frente por el lado alemán o Henri Barbusse con la no menos vibrante El fuego por el francés. En todo caso sobre aquel ridículo conflicto, resultado precisamente de la descolonización, yo destacaría dos pequeñas obras maestras: El diablo en el cuerpo (1923), la increíblemente precoz novela de Raymond Radiguet, que contaba la mórbida historia de amor entre un adolescente y la mujer casada Marthe, cuyo marido está en el frente. Para ellos la Guerra fue maravillosa: por lo pronto, cuatro años de vacaciones. La otra es una joya desconocida, Los que teníamos doce años (1928) de Ernst Gläeser, en la que, con un tono entre alucinado y violento, narra el absurdo entusiasmo con el que fue acogida la declaración de guerra entre la juventud alemana de entonces y el complejo de culpa con que la vivieron los que por edad se libraron de los combates. Incomprensiblemente este novelón, que fue un éxito en su época, no tiene edición moderna.

                De entre la amplia bibliografía sobre la II Guerra Mundial, en donde tanto ha reinado la desinformación y el amarillismo, además de algunos testimonios esenciales sobre el holocausto (Primo Levi, Imré Kertsz…) yo destacaría dos novelas: Matadero Cinco (1969) de Kurt Vonnegut, una divertidísima sátira sobre la ridiculez de las guerras con el trasfondo del desconocido e inútil episodio del bombardeo de Dresde, en el que el autor participó, y Vida y Destino (1980) de Vassili Grossman, que radiografía la vida cotidiana de los soviéticos en el rompeolas de la batalla de Stalingrado. Esta segunda ya no tiene ninguna gracia.

                Y por fin, con respecto a la más incivil de las guerras, que fue la nuestra, una guerra de clases en toda regla disfrazada de españolismo y sacristía, nadie ha sabido verla con una mirada tan desprejuiciada y lúcida como el larguirucho británico George Orwell, que fue miliciano del POUM, participó en la batalla del Ebro y también en las lamentables jornadas de Mayo del 37 en Barcelona, que desmoronaron para siempre sus sueño comunista. Se llama Homenaje a Cataluña (1938) y vale un potosí. De nada