Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



martes, 25 de enero de 2022

Los Machado


Manuel Machado, poeta maldito por diversos motivos
Sabemos de su infancia sevillana de patios y huertos claros donde maduraban limoneros, pero sabemos bastante menos de su juventud bohemia entre Madrid y París, a la que los hermanos Machado se entregaron sin reservas. Y entre tablaos, tertulias, cabarets y botellas de absenta, Manuel (1874-1947) y Antonio (1875-1939)  entraron en la revolución modernista en la que, sobre todo Manuel, llegó a tener un destacadísimo papel, con títulos como Alma (1902) o, especialmente, El mal poema (1909), quizá la mayor aportación en español al malditismo finisecular y libro en el que, con lenguaje prosaico y barriobajero, el mayor de los Machado exploró el personaje de canalla, chulo y reinón del arrabal, que al parecer no era:

Yo, poeta decadente,
español del siglo veinte,
que los toros he elogiado,
y cantado
las golfas y el aguardiente...,
y la noche de Madrid,
y los rincones impuros,
y los vicios más oscuros
de estos bisnietos del Cid:
de tanta canallería
harto estar un poco debo;
ya estoy malo, y ya no bebo

lo que han dicho que bebía...

La muerte primero de su padre, el folcklorista conocido como "Demófilo", y después de su abuelo, el catedrático de historia natural y rector de la Universidad de Sevilla Antonio Machado Núñez, forzó la ruina familiar y el precipitado fin de la bohemia de los jóvenes, vividores y tarambanas sin oficio hasta entonces. No les quedó más remedio que echar mano del idioma francés, que era el habitual de sus farras, para ganarse la vida: Antonio se preparó unas oposiciones a profesor de francés en Instituto y Manuel se convirtió en el más reputado traductor de Verlaine de nuestro país. El cambio de aires, el choque con la cruda realidad de España, trasformó a los dos hermanos, aunque en sentidos diferentes: Antonio, destinado a un instituto en Soria, adonde hubo de acudir en burro, sorteando riscos y pedregales, descubrió no sólo la frialdad castellana sino también el hambre y la miseria y la profunda cicatriz de las desigualdades sociales, que son la base de su mejor poemario: Campos de Castilla (1912), escorado muy a la izquierda de la Generación del 98. En él, las lecciones del simbolismo se conjugan con el prosaismo, la denuncia y la intuición de las dos Españas a las que veía abocarse al fraticidio:

Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
-no fue por estos campos el bíblico jardín-:
son tierras para el águila, un trozo de planeta
por donde cruza errante la sombra de Caín.


Última fotografía de Antonio Machado
demacrado y exhausto, en la frontera de Francia
En Campos de Castilla Antonio Machado también denunció implacable la España de charanga y pandereta a la que, por su parte, aún seguía cantando su hermano Manuel en libros como Cante Hondo, o Sevilla, llenos de versos empecinados en construir los tópicos andaluces que tanto daño iban a hacer a esta tierra (Cádiz, salada claridad; Granada,/ agua oculta que llora... y todo ese atrezzo tercermundista). 
De hecho, Manuel, a medida que asentaba la cabeza convirtiéndose en director del Museo Histórico Municipal de Madrid, después de otro hito memorable (Ars Moriendi, 1921), se lanzó de manera descarada hacia el cerrado y la sacristía de los devocionarios y la poesía religiosa, que fue la que cultivó a partir de entonces. 
No obstante, ambos hermanos siguieron llevándose bien y componiendo incluso obras de teatro al alimón (La lola se va a los puertos, 1929). Los dos saludaron con entusiasmo la República, pero la década de los treinta, que acabó por quebrar al país, se representó vivamente en la propia familia Machado: mientras Antonio renunciaba a la poesía, por inocua, y se entregaba a la filosofía y al periodismo combativo (los fabulosos artículos recogidos en Juan de Mairena), la devota poesía monástica de Manuel acabó seduciendo a la rama española del fascismo, que lo corteja sin descanso (Pemán, Eugenio d´Ors y hasta el mismo José Antonio lo admiraban). De manera que, en la vorágine salvaje de sangre y vanidades de la Guerra Civil, Manuel Machado es nombrado miembro de la Real Academia (Enero de 1938) y hasta escribe un soneto al sable del caudillo y otro a la sonrisa del fundador de la Falange. 
No tan cómoda como Manuel con la situación política, el resto de la familia Machado inicia una peregrinación al exilio pasando por Valencia y Barcelona hasta llegar a Colliure, ya en Francia, donde muere Antonio y se convierte en símbolo de los españoles del éxodo y del llanto. Tres días después también allí  moría su madre que, en la confusión de su demencia, pensaba que se dirigían a Sevilla, lejana ciudad de aquellos días azules y el sol de infancia a los que hacía referencia el arrugado papelillo que encontraron los servicios funerarios en el pantalón de Antonio Machado, esbozo de su último, optimista poema. 
Antonio Machado visto por su hermano José

Las crónicas machadianas al uso por lo general olvidan al tercero de los hermanos, el pintor José Machado Ruiz (1879-1958) que, además de la excelente crónica familiar titulada Las últimas soledades de Antonio Machado (1940), hizo en el exilio chileno el grueso de una obra pictórica apenas conocida en una España, la nuestra, que, envuelta en andrajos, desprecia cuanto ignora.