Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



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miércoles, 31 de enero de 2024

La paz empieza nunca

 


Esta visto y comprobado: la paz no es comercial. Ese ideal estado de ataraxia y fraternidad no interesa a los amos de este mundo. El buen rollo no vende, no se monetiza bien. El conflicto, la tensión, la Guerra son mucho mejores, tanto para vender armas como ansiolíticos. No hay más que tener los ojos abiertos y mirar.

           Lamentablemente la literatura no ha sido una excepción: la paz no ocupa una sola línea en el genial mamotreto de León Tolstoi que la lleva en el título mientras que sus páginas están llenas de ardor guerrero, de histerismo y de francofobia. En cambio la guerra está hasta en la sopa, desde Tucídides hasta Almudena Grandes. No obstante, repasemos brevemente algunas de ellas que, por su mérito, van más allá de la mera literatura bélica para integrar una especie de pléyade de las letras con guerra al fondo. Sólo nos centraremos en los extranjeros, dejando para otro post a los cronistas de nuestra España doliente.

    Entre los más antiguos, El Arte de la Guerra de Sun Tzu, tiene sus fans -casi todos de extrema derecha- pero para mí es un truño, mucho mejor la Ilíada de Homero, dónde va a parar: toda una apoteosis de la épica Antigua donde los caballos de madera ocultan ejércitos, las tías buenas provocan guerras y, en medio de todo, el atribulado Aquiles tendrá que superar toda clase de problemas, incluida la fascitis plantar.

                Las guerras coloniales también tienen su público, pero si tengo que elegir sólo una novela, sin duda El hombre que pudo reinar de Rudyard Kipling, escritor británico, imperialista hasta las trancas, pero autor de algunas maravillas, como El libro de la selva. Esta, que en realidad es un relato, explora la posibilidad de que hubiera habido rajás occidentales en algunas aldeas de la India y de Oriente Medio, algo que, en realidad, no era estrictamente necesario: bastaba con financiarlos, como se descubrió pronto. Frente a esta pequeña obra maestra de Kipling no tiene nada que hacer, pese a su fama, Los siete pilares de la Sabiduría el ladrillo de T.E. Lawrence, Lawrence de Arabia, que además de un escritor pésimo, tiene la manía de hablar constantemente de si mismo elogiando su papel en aquel auténtico juego de tronos que fue la descolonización árabe.

                Entre los conflictos bélicos del s. XX es la I Guerra Mundial la que se lleva la palma, pues la “última guerra romántica” contó con numerosos cronistas-combatientes de ambos bandos: Erich María Remarque con la prodigiosa Sin novedad en el frente por el lado alemán o Henri Barbusse con la no menos vibrante El fuego por el francés. En todo caso sobre aquel ridículo conflicto, resultado precisamente de la descolonización, yo destacaría dos pequeñas obras maestras: El diablo en el cuerpo (1923), la increíblemente precoz novela de Raymond Radiguet, que contaba la mórbida historia de amor entre un adolescente y la mujer casada Marthe, cuyo marido está en el frente. Para ellos la Guerra fue maravillosa: por lo pronto, cuatro años de vacaciones. La otra es una joya desconocida, Los que teníamos doce años (1928) de Ernst Gläeser, en la que, con un tono entre alucinado y violento, narra el absurdo entusiasmo con el que fue acogida la declaración de guerra entre la juventud alemana de entonces y el complejo de culpa con que la vivieron los que por edad se libraron de los combates. Incomprensiblemente este novelón, que fue un éxito en su época, no tiene edición moderna.

                De entre la amplia bibliografía sobre la II Guerra Mundial, en donde tanto ha reinado la desinformación y el amarillismo, además de algunos testimonios esenciales sobre el holocausto (Primo Levi, Imré Kertsz…) yo destacaría dos novelas: Matadero Cinco (1969) de Kurt Vonnegut, una divertidísima sátira sobre la ridiculez de las guerras con el trasfondo del desconocido e inútil episodio del bombardeo de Dresde, en el que el autor participó, y Vida y Destino (1980) de Vassili Grossman, que radiografía la vida cotidiana de los soviéticos en el rompeolas de la batalla de Stalingrado. Esta segunda ya no tiene ninguna gracia.

                Y por fin, con respecto a la más incivil de las guerras, que fue la nuestra, una guerra de clases en toda regla disfrazada de españolismo y sacristía, nadie ha sabido verla con una mirada tan desprejuiciada y lúcida como el larguirucho británico George Orwell, que fue miliciano del POUM, participó en la batalla del Ebro y también en las lamentables jornadas de Mayo del 37 en Barcelona, que desmoronaron para siempre sus sueño comunista. Se llama Homenaje a Cataluña (1938) y vale un potosí. De nada

martes, 16 de junio de 2020

Cartografías del confinamiento



La Metamorfosis de Kafka, una metáfora del confinamiento

Una cosa está clara. En los tiempos de Twitter y  Netflix el confinamiento ya no es lo que era, a mí que no me digan. Para algunos incluso ha tenido mucho de recreo y hasta de epifanía personal, que en eso no entro. Desde luego nada que ver con esos castigos bíblicos, que torturaban y enrarecían el carácter, que forjaban destinos y propiciaban venganzas. El más famoso de los de este jaez es si acaso el del legendario Edmundo Dantés, El Conde de Montecristo (1842), al que unos malvados mantuvieron encerrado siete años en la novela de Alejandro Dumas (escrita en realidad por Auguste Maquet, su “negro literario”), hasta que se las piró prometiendo venganza. Y cumpliendo, para gozo de sus lectores,  pues la reparación de las injusticias, aunque sea cometiendo otra, suele estar muy prestigiada en la literatura popular. Otro ilustre confinado deseoso de venganza es Segismundo, el mísero de sí, al que su propio padre encerró en una torre desde que nació para evitar una profecía, dando así razones para que se cumpliera. Calderón de la Barca montó todo un dramón con eso en La vida es Sueño (1635), pero no me negaréis que ese confinamiento no se parecía nada al nuestro, en el que aún no nos hemos planteado qué delito cometimos naciendo. De adolescente me gustaba mucho Richard Matheson, del que ya hablamos en el guardián anterior. Este infravalorado escritor estadounidense escribió El Increíble hombre menguante (1956), entre risible y angustiosa historia del confinamiento en la cocina de un hombre reducido a la minusculez, diminuto, y enfrentado así a la grandiosidad de un rallador de patatas o unas tijeras de pescado. Entre la teoría nietzscheana del superhombre  y una parábola feminista, la olvidada novela de Matheson, llena de inesperados peligros domésticos, tendría en realidad mucho que decir a los desconfinados de hoy en día, que han huido de sus casas como alma que lleva el diablo. Pero sin duda la más impactante historia jamás contada sobre un confinamiento involuntario es La Metamorfosis (1912), del discreto escritor checo en lengua alemana Franz Kafka, una historia esta sí llena de humor negro sobre el triste destino del hombre contemporáneo, condenado a ser cucaracha encerrada en un mundo incomprensible lleno de puertas tras las que nos oyen pero no nos escuchan. Pura dinamita, oiga. La habitación de la que nunca pudo salir Gregor Samsa, fascinó a Nabokov entre otros muchos lectores que la convirtieron en símbolo de las invisibles prisiones contemporáneas.
Luego están los que en lugar de narrar un confinamiento lo han vivido en sus propias carnes, voluntariamente u obligados. Entre estos segundos el más famoso fue el que recluyó durante tres días en Villa Diodati, la casa de veraneo de Lord Byron en Suiza, al propio Byron, a su amigo el poeta Percy Shelley, a su novia de entonces Mary Shelley y al oscuro ayudante de Byron, William Polidori, en junio de 1816. Parece que la erupción de un volcán en Indonesia provocó una espesa combustión de ceniza y azufre que llegó hasta Europa, donde hubo incluso que confinarse unos días. Los confinados de Villa Diodati parieron todos obras maestras en aquel encierro, de las que las más perdurables fueron Frankenstein, claro, y El Vampiro del casi imberbe Polidori, que abrió con ella un fecundo y truculento camino a los comedores de sangre.  De esa estirpe eran, desde luego, los que obligaron a la niña judía Anna Frank a recluirse con su familia durante casi tres años en una habitación realquilada en Ámsterdam (aún se conserva y hoy es su casa-museo) para protegerse del enemigo. En su caso, el enemigo era bien visible, el III Reich,  no como el covid-19 que, no obstante, como los nazis, también estuvo avisando durante una temporada de lo que era capaz de hacer, y como entonces los países occidentales prefirieron cruzarse de brazos hasta que no les quedó más remedio. También duró casi tres años el confinamiento del filósofo antiesclavista, defensor de la naturaleza y de la desobediencia civil Henry David Thoreau, aunque en su caso fue voluntario y tuvo mucho de purificación. Narró la experiencia en Walden (1854), por el lago en el que situó la aislada cabaña en la que acabó descubriendo que no necesitaba de nadie para subsistir y mucho menos de los parlamentarios de Nueva Inglaterra. De todas maneras mi confinamiento literario favorito son los 36 años que pasó el poeta alemán Friedrich Hölderlin sin salir de casa del ebanista de Tubinga William Zimmer, un carpintero culto que, admirador del autor de Hyperion (1799), lo recogió del hospital mental donde se hallaba y lo cuidó ya hasta su muerte sin saber a ciencia cierta si lo que tenía en casa era un genio o un loco.  Ah, tal vez la disyuntiva en la que nos resumimos todos. Vale

sábado, 16 de mayo de 2020

Cartografías de la pandemia


         
El triunfo de la Muerte  de Pieter Brueghel 'El Viejo'
La cantidad de veces que, en las últimas semanas, se ha repetido eso de “nunca se había vivido nada igual” o “la humanidad se enfrenta a algo nunca visto”, no hace sino demostrar por un lado el grandilocuente ombliguismo del mundo en que vivimos y, por otro, el desconocimiento de la Historia y, en especial, de la Historia de la Literatura. En relación a lo primero me temo que poco podamos hacer de momento, pero en lo tocante a lo segundo vayan aquí unas cuantas líneas clarificadoras.
            La primera epidemia de la que se tiene constancia literaria fue, al parecer, la fiebre tifoidea que asoló Atenas durante las guerras del Peloponeso (s. V a.C.) y sobre la que Tucídides dejó escritas escenas de gran intensidad.  No menos intensa fue la llamada Peste Antonina que algunos siglos más tarde “contaminó de infestación y de muerte desde Persia hasta el Rhin”, según Amiano que, pionero de la teoría de la conspiración, aventuró como causa de la misma el saqueo de un templo babilonio en el s. II d. C. tras el que un imprudente profanador romano abrió una urna que contenía el malévolo virus. Eran, desde luego, tiempos de crisis para el imperio romano, perro flaco ya al que todo se le volvieron pulgas o perversas y arrasadoras bacterias que castigaban al infiel politeísta. El propio Amiano hablaba de cómo los cristianos, llenos de probidad, “abrazaban y lavaban a los enfermos”, mientras “los paganos romanos arrojaban a los afectados a la calle antes de que hubieran muerto”. Todo un ejemplo de utilización política de una crisis sanitaria, que en esto tampoco hemos inventado nada. Sobre un rebrote de la Peste Antonina Dion Casio afirmó que criminales pagados para infectar a la gente impregnaban unas agujas minúsculas de sustancias mortíferas y ponían a correr el virus a lo Usain Bolt. Vamos, una variante del “virus chino” que nunca hubiera imaginado Donald Trump.
            Con todo, la hecatombe mayor por epidemia que tengamos contabilizada fue la Peste Negra de 1348 que arrasó con un tercio de la humanidad y que al menos sirvió, no hay mal que por bien no venga, para que Giovanni Boccaccio nos dejara su Decameron (1351), descomunal obra maestra que más que en la epidemia se centró en los efectos del confinamiento en un grupo de diez adolescentes florentinos que, además de apasionante vida comunal, inventaron la narración breve contemporánea para dar sentido a sus aburridos días de aislamiento. Toda una metáfora de la literatura, por otra parte.
            La peste, que era uno de los jinetes del Apocalipsis, no lo olvidemos, nos ha dejado algunas otras narraciones de altura como Diario del año de la Peste (1722) de Daniel Defoe, muy superior a su Robinson Crusoe, por cierto, y con un mensaje más mundano y menos colonial. En este caso, Defoe hablaba de un brote de peste bubónica acecido en Londres 50 años antes y describía con gran detalle no sólo las miserias vecinales sino también la gran crisis económica que siguió a la epidemia. Otro que estaba antes de que se le llamara, vamos. También notable novela centrada en la contagiosa enfermedad vírica fue Los Novios (1842) de Alessandro Manzoni, historia de un apasionado romance en medio de la pandemia que contagia buen rollo y romanticismo a pesar de las detalladas escenas gore de los monjes cartujos llevando carros de infectados al Lazaretto de Milán, la Meca de aquel Walking Dead. Bastante más desconocida, aunque mucho más auténticamente romántica es El último hombre (1826), de Mary Shelley que ya en Frankenstein había denunciado los peligros de la ciencia, y aquí profundiza, de manera algo lenta, en su inutilidad frente a los desastres naturales, cuestionando el concepto mismo de progreso. Paso que también transitó, por cierto, el aventurero norteamericano Jack London en La Peste Escarlata (1912), apocalíptica y muy reivindicable ficción del autor de La llamada de lo salvaje. Aunque el verdadero apocalipsis zombi lo leímos en Soy Leyenda (1954) de Richard Matheson, que describe un mundo post-pandémico en el que sólo ha quedado viva una persona, que disfruta a placer de un mundo para él solo. La novela de Matheson, por cierto, ha sido adaptada al cine en dos ocasiones: una excelente versión en los 70 protagonizada por el lamentable actor Charlton Heston, y otra versión lamentable más reciente protagonizada por un excelente Will Smith. 
No obstante, la más grande novela sobre el tema tal vez sea La Peste (1947) de Albert Camus, filósofo existencialista francés, nacido en Argelia, que situó precisamente allí una ficticia epidemia. En la novela describió fielmente los ataques a la libertad individual por parte de las autoridades con el supuesto objetivo de proteger a los ciudadanos del virus, convirtiendo el confinamiento en alegoría de la dictadura. Otro visionario crítico, aunque su caso es aún más retorcido porque murió en un sospechoso accidente de tráfico en 1960. Yo ahí lo dejo.

martes, 17 de marzo de 2020

La mala salud de los escritores


Poe padecía porfiria, paranoia, alucinaciones e insomnio


Quizás pensando en un Emile Zola que, como cuenta Giussepe Scaraffia en Los grandes placeres, fue uno de los primeros ciclistas de Francia e impulsor entusiasta de ese deporte antes del "Tour", o en un eterno candidato al Nobel como Haruki Murakami, maratoniano incluso a sus setenta años, un lector imprudente pudiera creer que los escritores aprecian el deporte, la vida sana y gozan de una salud envidiable, como Robert Walser, el maravilloso autor suizo, que fue pionero del senderismo y recorrió andando toda Europa o el escritor norteamericano Henry D. Thoreau, naturista avant la lettre, filósofo del campo y la vida a la intemperie, cortador de troncos y nadador formidable, además de antiesclavista, ácrata y desobediente civil. Pero la realidad es muy otra, o más bien la contraria: entre los escritores abundan los malos hábitos, el rechazo a la vida saludable, la pésima alimentación y las enfermedades.
Se podía empezar, de hecho, casi por el principio, por Homero, al que la tradición pinta ciego pero también propenso a las comidas copiosas y con exceso de grasa, palo al que también le daba el mismísimo William Shakespeare que, además de hipertenso, fue un obeso impenitente pese a haber sido galán en los escenarios en su juventud, y padecía enfermedades circulatorias por ser proclive al sedentarismo. De eso también sabía mucho Flaubert, que apenas salió de su casa natal en Croisset, y que consideraba el deporte vicio nefando mientras en cambio adoraba los croissants de mantequilla que su madre le horneaba a diario y que iban moldeando su desmesurada cintura. Aunque de alimentación perjudicial acaso el que más controlaba era el poeta ruso del romanticismo Alexander Pushkin que, adorador de su colega inglés Lord Byron, ingería con frecuencia lejía para emular la palidez de su ídolo que, por cierto, tampoco andaba sobrado de salud, pues padecía sífilis y gonorrea (quizá de ahí venía su tez cerúlea), además de una cojera congénita que el autor de Eugenio Óneguin encontró siempre muy elegantetambién se esforzaba en imitar. Las tres hermanas Brönte murieron de tuberculosis, la enfermedad romántica por excelencia, antes de cumplir los 30 y la más longeva y genial de ellas, Emily, que también era Asperger y escribió Cumbres borrascosas encerrada en cuartos oscuros y mal ventilados sin salir del domicilio familiar en Haworth, se resfrió, para una vez que salió, en el funeral de su hermano y murió por complicaciones respiratorias recién cumplida la treintena.  Hablar de la mala salud de los poetas malditos, Baudelaire and Co (que también adoraban a Byron el satánico) es casi pleonasmo pues los lugares insalubres, la humedad, la falta de luz, la pésima alimentación, el alcoholismo y las prácticas sexuales depravadas (incluyendo la zoofilia) formaban parte de su programa. El más importante de este grupo al otro lado del charco, el narrador y poeta norteamericano Edgar Allan Poe, padecía además porfiria, una extraña enfermedad nerviosa que, además de hinchazones y molestas erupciones en la piel, le generaba alucinaciones y paranoia. Claro que él tampoco ayudaba con su régimen alimenticio compuesto de mucho alcohol, poca verdura o fruta y nada de sueño, pues el autor de "El cuervo", para colmo, era un insomne de campeonato.
No obstante, y pese a todo lo anterior, es posible que, al respecto, pudiéramos hablar del asunto también refiriéndonos a la mala salud (de hierro) de los escritores, pues a menudo el desprecio constante a la vida saludable no les ha impedido alcanzar edades provectas. El ejemplo más claro sería nuestro Cervantes, que siempre alardeó de su mala salud, de su manquez (que no era sino enquilosamiento de la mano izquierda), de su piorrea dental y de sus padecimientos estomacales y que, sin embargo, llegó en buena forma a los setenta, lo que era auténtica hazaña de Matusalén en S.XVII, y hasta fue la pura vejez la que lo empujó a escribir. Qué si no. Algo parecido se podría decir del poeta irlandés William Butler Yeats, que además de disléxico y esclerótico, padecía prosopagnosia, un trastorno neurológico que le dificultaba el reconocimiento visual de los demás y hasta de sí mismo en un espejo y que, al parecer, trataba con dosis inapropiadas de arsénico desde su adolescencia. Aún así llegó a los ochenta. Por su parte, afectado de una tuberculosis pulmonar crónica que lo hacía toser hasta casi volverse del revés, Moliere, que también padecía un trastorno neurológico caracterizado por la abundancia de tics involuntarios (el síndrome de Tourette), siguió subiéndose a las tablas para representar a personajes siempre propensos a la tos. Lo hizo hasta el final y murió de hecho en un escenario interpretando, irónicamente -¡ay!-, El enfermo imaginario. Como hubiera dicho Óscar Wilde, que consideraba el deporte una ordinariez y la vida saludable algo muy poco sofisticado, lástima que aprendamos las lecciones de la vida cuando ya no nos sirven para nada.

viernes, 4 de enero de 2019

Setenta veces negro

Alejandro Dumas no sería nada sin sus "negros" literarios, como Maquet
No deja de resultar una paradoja con cierta justicia poética que el primer "negro literario" (esto es: el esclavo de la literatura, que escribe sin descanso para que otro ponga su nombre en la portada) del que se tiene noticia fuera en realidad el parisino Auguste Maquet, escritor  color blanco nuclear que trabajó a destajo para el muy afortunado negro haitiano Alejandro Dumas. Y es curioso sobre todo porque el muy dignísimo oficio de "negro de la literatura" (en el que han ejercido, sin ir más lejos, personalidades como Shakespeare, que escribió para Marlowe, o todo un Nobel como Vargas Llosa, que puso su pluma juvenil al servicio de cierta dama de la jet set peruana) no hace sino encubrir la triste condición casi colonial con la que la literatura ha afrontado la cuestión de la raza, en la que, por lo general, a los escritores negros les ha correspondido un futuro de similar cromatismo, muy a menudo al margen de sus méritos en el noble oficio de edificar con palabras.
Este año que el IES Arjé afronta el reto de la diversidad en su programación cultural, queremos dejar constancia también en la Torre de tan lamentable prejuicio racista. La primera víctima del mismo es, indiscutiblemente, el dramaturgo cartaginés de ascendencia bereber, Terencio (Publio Terencio Afro, por cierto, para que no quedaran dudas), autor de exquisitas comedias en la Roma del siglo II a. C, como Los Adelfos o la muy psicológica El atormentador de sí mismo, pero que tuvo que ver cómo la fama se la llevaba Plauto, autor bastante más vulgar pero perfectamente blanco. Prejuicio muy similar al que hubo de afrontar Juan Ruiz de Alarcón, otro dramaturgo sofisticado y oscuro y con frecuencia esquivado porque tuvo la desgracia de ser mulato en el nuevo mundo del s. XVII, descendiente de nobles y esclavas, como tantos en aquel tiempo. En su caso acaso se vengó con terribles dramas como La verdad sospechosa o La crueldad por el honor, pero para la historia es un segundón, lo cual hace aún más sospechosa la verdad por cierto.
Pero ha sido en el siglo XX y en EEUU donde se han cometido las mayores tropelías racistas en la literatura. Algo que no extraña nada en un país que ante la más excelsa expresión negra de la música moderna, el jazz, presentaba con abochornantes honores como rey del jazz en los años 30 a Paul Whiteman, cuyo apellido era una declaración de principios pero su música de una mediocridad lamentable. Con todo, al público, de cualquier color, no se la daban con liebre y ya había decidido que el verdadero rey era Duke Ellington, negro como el tizón.
Otro negro ilustre: Nicolás Guillén

El prejuicio racial probablemente haya influido en el hecho de que el enorme poeta Langston Hughes (Blues) no perteneciera, como le corresponde por derecho, a la Generación Perdida norteamericana, un nutrido grupo de extraordinarios escritores... blancos. Hughes, que fue botones de hotel, estuvo en la Guerra Civil española como corresponsal, fue amigo de Rafael Alberti, perteneció a la Alianza de Escritores Antifascistas y es fundador de lo que se ha venido a conocer como "Renacimiento de Harlem", al menos no tuvo que padecer el doble prejuicio, racial y de género, que sí sufrieron sus compañeras de generación como Zora Neale Hurston (Sus ojos miraban a Dios) o, algo después, Alice Walker (El color púrpura), extraordinarias novelistas ambas muy tardíamente reconocidas. Los años 60 fueron pródigos en la reivindicación racial en Norteamérica, hartos los afroamericanos de postergación e injusticias y fenómenos como el blackpower, el blackploitaxion o los panteras negras son muestras de aquel tiempo, al igual que la obra del poeta, músico y maestro fundador de la poetry slam Gil Scott-Heron (La revolución no será televisada), o el escritor y activista homosexual James Baldwin (Ve y dilo en la montaña), reivindicado en el documental de 2016 I´m not your negro. No obstante, el renacimiento racial en realidad tardó en llegar y la concesión del Nobel de Literatura en 1993 a Toni Morrison (La canción de Salomon), sólo en parte venía a reparar esta afrenta.
Las cosas parecen haber sido mejores, desde luego, en la América de habla hispana, donde el poeta nicaragüense Rubén Darío es toda una institución sin haber dejado de reivindicar nunca sus raíces indígenas ("las ínclitas razas ubérrimas") a la vez que la modernidad lírica (Azul). En definitiva un negro influyente que al parecer a veces llegó a tener su propio "negro" (el sevillano Alejandro Sawa, escritor maldito donde los haya y de muy negra suerte, aunque su piel fuera clara).  Y eso por no hablar del peruano César Vallejo (Trilce), otro heraldo negro e indígena que se arrastró por París y deambuló por la guerra de España mientras reinventaba la lengua española contorsionándola hasta cimas aún no superadas, como reconocieron sus contemporáneos. Y era negro, sí señor, como Nicolás Guillén (Sóngoro Cososngo), negro zumbón de Camagüey, primer poeta comunista caribeño y fundador de lo afrocubano, además de etnólogo y folcklorista autor de algunas de los más memorables sones en el nuestro o en cualquier otro idioma.
Chimanda Adichie, autora de Americanah
Es posible que, gracias a algunos de estos precedentes, se puedan mirar las obras del dominicano Junot Díaz (La maravillosa vida breve de Óscar Wao), del colombiano Óscar Collazos (Señor Sombra), o de la jovencísima nigeriana Chimanda Adichie (Americanah), todas ellas internacionalmente premiadas, atendiendo a sus méritos artísticos y no solamente al color de sus caras. Vale

lunes, 9 de enero de 2017

Escritores sin saberlo

El libro del año 2016 en España ha sido el mismo que el de 2015 en EEUU: Manual para mujeres de la limpieza, de la norteamericana Lucia Berlin. Hasta aquí todo bien, salvo que Berlin murió en el año 2004 sin saber que era escritora. Es el triste sino de algunos: que el reconocimiento como parte de la cofradía de las palabras te llegue cuando ya no puedes escribir ninguna. Y es el caso de Berlin (en la foto con uno de sus hijos), que pasó su adolescencia en Chile y su vida adulta en EEUU como auxiliar de enfermería en hospitales marginales poblados de hispanos, que tuvo cuatro hijos, tres matrimonios, una escoliosis que la reventaba a dolor, un enfisema pulmonar, alcoholismo, un cuñado ministro y una maleta llena de discos de jazz, de decepciones y de talento. Para sacar adelante a sus hijos se machacó a dobles jornadas como profesora de apoyo en institutos o recepcionista, y aún publicó algunos relatos en revistas de segunda a cambio de algunos dólares para consolarse con los licores más infames. Sus relatos, ahora lo sabemos, son mejores que los de Carver, otro alcohólico, pero él fue siempre escritor y ella enfermera. De ese tipo de injusticia parece que se dejó morir en 1969 el brillante y tímido profesor de universidad John Kennedy Toole, harto de negativas a publicar su novela La Conjura de los necios, radiografía implacable y bufa de la sociedad de consumo, un Quijote posmoderno y todo un hito de la narrativa norteamericana publicado ¡en 1980! y ganador del Pulitzer cuando a su autor francamente ya le importaba un comino.
El caso más paradigmático de escritor sin saberlo acaso fuera el de Anna Frank que, creyendo escribir un diario adolescente, estaba en realidad escribiendo sin saberlo la historia misma del S. XX, un siglo, por cierto, que ha sido pródigo en mártires del olvido. Nellie Campobello, por ejemplo. Fue bailarina y amante de escritor (en su caso el mediocre novelista Martín Luis Guzmán), dos oficios que parecían cuadrar mejor con una mujer mejicana de su época que el de escritora. Coreógrafa muy popular en Méjico, llegó a dirigir durante casi 50 años la Escuela Nacional de Danza de su país, y aún hoy se le recuerda por ello, pero no desde luego por Cartucho (1940), una apasionante colección de relatos sobre la revolución mejicana y un claro precursor del realismo mágico, al que tanto partido iban a sacarle después escritores seguros de serlo. Campobello vivió para contarlo, pues se fue de este mundo en 1987, con 86 años, pero no se encontró jamás mencionada en reseñas literarias, quizá para no hacerle sombra a ningún caudillo.
Otro caso: Marcella Olschcki, una emigrante italiana en EEUU, el país de las oportunidades que, desde luego, no lo fueron para ella, a pesar de que su primer libro, la deliciosa Postal de 1939 (1954), había sido premiado en Italia, probablemente por la sutil manera de condenar la pesadilla fascista y toda la pocilga del siglo pasado mientras parece estar escribiendo una historia de despertar adolescente sin más. Sin más y sin menos porque su historia como escritora acaba ahí, justo al comienzo. Olschki murió en 2001; se ganó la vida en Norteamérica y luego de regreso en Italia como locutora de radio y hasta diseñadora de joyas, oficios que le permitieron olvidar que era, sin ella saberlo, uno de los más grandes escritores italianos de posguerra.
Entre nosotros, los celtíberos, han primado más los que se creían escritores sin serlo realmente (un tema del que hablaremos en otra ocasión) pero algún caso hay de escritor desapercibido para si mismo. Sólo espero que el del traductor Antonio J. Desmonts que publicó en 1990 su único y formidable libro de relatos Los tranvías de Praga no acabe engrosando este grupo. Vale y feliz año.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Libros verdes

Quizá haya abusado del falso "spoiled" o la publicidad engañosa con el título  de esta columna, atrayéndome el interés de los amantes de la literatura de peripecia erótico-festiva, la cual también tendrá desde luego su espacio en algún momento, pero de lo que hoy se trata es de festejar aquella que, de alguna manera, ha emprendido la cada vez más necesaria batalla en defensa de la Madre Tierra. Libros que han hecho de la Naturaleza su bandera, a contracorriente de un mundo que la maltrata con saña, en una lamentable huida adelante cuyo fin no parece ser otro que su aniquilación definitiva.
Aunque hay algunos ejemplos clásicos, como las Geórgicas de Virgilio, las Odas de Horacio o el mismísimo Tao Te Ching, e incluso algún bello ejemplo escandinavo (La Bendición de la tierra, de Knut Hamsun), parece que ha sido la industrialización del Nuevo Mundo la que ha producido los gritos más desgarrados en favor de la Madre Naturaleza, como la justamente célebre carta del jefe indio Noah Selth, escrita en 1854, en la que espetaba al presidente de los Estados Unidos que no se puede vender el aire ni el color del cielo. Otra brava demostración de que la vida en la sociedad industrial era una nueva forma de esclavismo es la que emprendió el librepensador y apologeta de la desobediencia civil, Henry David Thoreau,  trasladándose a vivir durante casi tres años a una cabaña construida por él mismo a las orillas del lago Walden (en la imagen), y que reflejó en el libro del mismo título, publicado también en 1854, lectura imprescindible para los que creemos que otro mundo es posible.  Como lo es también la delirante sátira hippie La pesca de la trucha en América (1967), un extraño y desconocido libro de un tal Robert Brautigan, una suerte de perdedor profesional, vagabundo y senderista, que plantea  en ella la más surrealista cosmología de la naturaleza norteamericana, llena de fantasía, de psicodelia, de ácido y de rabia contra la moderna sociedad de consumo. Aunque si hay una novela rabiosa contra la industralización y la inmisericorde destrucción del medioambiente, esa es, sin duda, La Banda de la Tenaza, de Edward Abbey, en la que un  grupo de medioambientalistas monta un comando terrorista para boicotear trazados de ferrocarriles, fábricas contaminantes, pozos de petróleo y todas las brutales heridas que cotidianamente se infligen a la naturaleza virgen. Son duros de pelar, un auténtico Equipo A del ecologismo. Joya contracultural de 1975, la obra hace nacer el ecoterrorismo con la naturalidad de una venganza telúrica, y además muy divertida.
También podríamos considerar como "verdes" aquellas obras que han hecho una defensa de la Naturaleza por defecto; esto es: mostrando los inconvenientes de no respetarla. En ese camino ocuparían un lugar de excepción El Mundo Sumergido (1962) de J.G. Ballard, que describe la inundación de la tierra tras el calentamiento global y el deshielo de los casquetes polares, o la excepcional, compleja y muy imitada obra de ciencia-ficción Dune (1965), de Frank Herbert, que se va al año 20.000 para situarnos en un mundo, el de Arrakis, totalmente desértico, en el que toda la tecnología se dedica a la recuperación del agua, convertida en el petróleo del futuro. Quizá no tengamos que esperar tanto.
En español, y salvando las aportaciones de nuestros ascetas Fray Luis de León y Fray Luis de Granada (que escribió un muy prescindible "Canto a la Naturaleza"), ha sido también en la otra orilla donde se han hecho las aportaciones más notables. Libros como Huasipungo, de Jorge Icaza, o la extraordinaria novela El Tungsteno, del poeta peruano César Vallejo, planteaban con pericia cómo la destrucción de la recursos naturales envilecía a los seres humanos hasta cosificarlos en una desnaturalizada sociedad de consumo. El tema ha seguido vivo en aquellos lares y no son pocos los cantautores, de Violeta Parra a Mercedes Sosa, pasando por Silvio Rodríguez, que han puesto su lira al servicio de la Madre Tierra, porque aún estamos a tiempo de salvarla, o si no, al menos de que nos perdone.


miércoles, 7 de enero de 2015

El mapa de la utopía

Pietr Mondrian: Duna en Zelanda (1910)
Ahora que da comienzo un nuevo año y, con él, los propósitos de enmienda, los buenos sentimientos y la aspiración a cambiar definitivamente nuestras vidas, convendría recordar siquiera por protocolo aquellos estimulantes sueños literarios que propusieron, como diría Silvio Rodríguez, virar esta tierra de una vez. Espacios imaginarios que aspiraban honradamente a pasar del negro sobre blanco de la página de un libro para pintar el universo de colores menos grises que los que proponía la grosera y mendaz sociedad capitalista: mejorar la vida de todos, y no sólo de unos pocos. Pequeñas pero sorprendentes arcadias que la historia suele despachar sin más como utopías, sin percibir que la más hermosa literatura consiste precisamente en eso: fabricar mundos que nunca podremos habitar pero nos encantaría.
Indiscutiblemente la primera de esta escuela (1516) fue la que suele dar nombre al conjunto, y en realidad una muy desabrida historia en la que Thomas Moore -aquí lo hemos venido colegueando como Tomás Moro-  tiraba de Platón a reventar para plantear su ficticia república de bienes comunales y voto popular. No obstante, la más hermosa de la utopías del renacimiento es Ciudad de Sol del heterodoxo dominico italiano Tomasso Campanella, protagonista de herejías varias, y que además de abogar por la colectivización, que es lo que 'demanda natura', y la extirpación del provecho privado ('certitudo est comunitatis non particularitatis') hace interesantes observaciones sobre educación, control de natalidad y hasta diseño urbanístico, y eso sin contar que, para él, los peores vicios los estaba trayendo a Europa el Nuevo Mundo americano, con su vilezas y egoísmos ("el Nuevo Mundo ha perdido al Viejo: sembró la avaricia en nuestras mentes"), y eso que el no pudo ver la apoteosis del 'american way of life'. Publicada en latín en 1623 es una pequeña joya de la conjura que merece la pena recuperar.
No obstante, ha sido sin duda la aversión a la revolución industrial inglesa la que más piezas utópicas ha generado. Una que merece mucho la pena es Erewhon (1872) de Samuel Butler, que algunos pudimos leer en la contracultural edición que la revista Star publicó en Barcelona en los setenta. Plateada como un viaje imaginario más allá de las montañas, el valle de Erewhon es todo un mundo al revés donde sus habitantes han ganado la batalla a las máquinas que esclavizan al hombre. Ja ja: más de un siglo antes del ´smartphone'. Por cierto que Erewhon es un anagrama de las palabras "Here" y "Now". Aquí y ahora justamente.
De la muy marcial y literariamente mediocre El año 2000 , publicada por Edward Bellamy en 1888, interesan sobre todo dos cosas: que tuvo un éxito descomunal en su día y que preconizaba ya sin tapujos el comunismo de Estado, donde no existe la empresa privada, todos cobran por igual, la jornada laboral es más reducida cuanto más penoso sea el trabajo, ¡y la jubilación es a los 45 años! Muy a la  norteamericana, Bellamy puebla su novela de inventos y gadches tecnológicos, como la ¡tarjeta de crédito!, la música y la imagen a domicilio (¿internet?), curiosamente asociados a un futuro sin propiedad privada que Bellamy expresa bellamente en la idea de un toldo impermeable gigantesco que cubre cuando llueve las cabezas de toda la población, en lugar de la infinidad de paraguas individuales del pasado, que protegen a una sola persona mientras gotean sin misericordia sobre el que tienen al lado.
El ciclo lo cerraría en 1890 Noticias de Ninguna Parte de William Morris, poeta, artesano del papel, diseñador y pintor de la Hermandad Pre-rafaelita, junto con otros artistas como Dante Gabriel Rossetti, Chales Leighton o Lawrence Alma-Tadema, convencidos de cuánto se había empocilgado el mundo desde el Renacimiento (esto es: desde Rafael) a esta parte, con sus mezquindades materialistas y los mil y un becerros de oro de la sociedad del consumo y del despilfarro.  Concebida como respuesta directa al comunismo jerarquizado y casi castrense de El año 2000, Noticias de Ninguna Parte se presentaba con un freco aire libertario: los habitantes de Ninguna Parte hacían, literalmente, lo que les daba la gana, sin presiones ni obligaciones laborales, si estres ni penurias económicas, bajo la sencilla fórmula de desterrar de la sociedad el tiempo y el dinero. Un pequeño y primitivo paraíso arcádico a la medida del hombre, sin meglópolis ni megalomanías. La sociedad, en pequeñas comunidades que intercambiaban bienes y servicios, no se organizaba bajo criterios de rentabilidad sino de belleza y de necesidad (¿es realmente necesario para la humanidad el cuchillo eléctrico, el Blu-Ray, el Audi Q7 o el Samsung Galaxy?). Una sociedad, en definitiva, a escala humana, para los seres humanos, que hiciera la vida más fácil y que no la envolviera en complejas decisiones, miedos, envidias e insatisfacción perpetua para vender más.
La posterior secuencia de acontecimientos, con imperios coloniales, fascismos, el stalinismo y sus purgas, guerras de clase, guerras mundiales y de geopolítica, con sus bombas atómicas y su napalm, la escalada armamentística, la guerra energética, el desprecio al medio ambiente, etc... nos convencerían de que esta humanidad no se merece una buena utopía. Por eso lo más propio del S.XX han sido las distopías, las visiones apocalípticas de lo por venir, del sobrecontrol del Gran Hermano (1984, Orwell) al calentamiento global (El Mundo Sumergido, la Sequía, ambas de J.G. Ballard), pasando por el idílico nuevo mundo sin sentimientos (Un Mundo Feliz, Huxley). Mundos más bien de pesadilla donde nos aterraría vivir y que, no obstante, se nos parecen tanto a este 'hac valle lacrimarum'.

viernes, 10 de enero de 2014

Literatura de oficina

Acaso por ese halo romántico que atribuye al poeta cualidades fuera del común de los mortales, en el circo mediático literario han acabado consolidando mayor nombre aquellos, como Byron, Stevenson, Rimbaud, Poe, Conrad o Jack London, que han tenido vidas aventureras, fascinantes peripecias de barco, travesías por desiertos o historias oscuras como polizones, boxeadores o estibadores en un puerto; negreros, estafadores, profanadores de tumbas, ludópatas, aristócratas arruinados o arrepentidos de la mafia parecen tener más expedito el camino al Parnaso. Los oficios sedentarios carecen de poesía; la oficina es vulgar y sin lírica: un hangar prosaico para gente sin aura. Como Bartleby, el escribiente de Melville, un oficinista es un pobre diablo. No obstante, en esos aburridos habitáculos sin rima posible que son las oficinas, se han escrito algunas de las obras más impresionantes de la historia de la literatura. Repasémoslas.
El más famoso de todos los escritores oficinistas posiblemente sea el narrador checo de origen judío Franz Kafka, empleado en una compañía de seguros de Praga, tan rentable que aún está en funcionamiento en la plaza de la ciudad vieja. Allí disponía Franz de sus materiales de combate: la mesa, la máquina de escribir alemana, los listados de clientes, la aburrida burocracia y la empolvada ventana que recortaba el brumoso paisaje urbano. Siempre el mismo. Y en medio de tan tediosas ocupaciones fue capaz de tejer el tapiz de las parábolas más alucinantes que jamás surgieran de mollera humana: La Metamorfosis o El Proceso, entre otras terribles historias que el oficinista consideraba pasatiempos y pidió quemar a su muerte: ¡¡ Tres hurras por Max Brod, el amigo traicionero que evitó semejante atentado!!
Otro oficinista que convertía su mesa de trabajo en pura ametralladora era el francés Joris-Karl Huysmans, apenas conocido pero que logró componer, bajo el flexo de su mesa de trabajo de funcionario en el ministerio de interior parisino, al menos dos novelas terribles Al revés (1882) y Allá Abajo (1891), desquiciados desbarres contra la sociedad burguesa tan contundentes como el zapateado de un guerrero sumo. Huysmans, sin saberlo, estaba inventando el decadentismo, la estética de la descomposición, el mal del siglo, y acaso el existencialismo y todo sin levantarse de su silla gris de administrativo sin aspiraciones.
Ya hablamos en un guardián anterior de un olvidado mayúsculo, el austriaco Robert Walser que hizo del paseo su mayor aventura pues fue empleado de banca y secretario hasta que la locura del tedio se apoderó de él y dio con su cuerpo en el manicomio de Herissau, donde dejó de hablar a sus semejantes. Antes de aquel simbólico mutismo, y con su minúscula letra de oficinista escrupuloso, Walser había desgranado en sus obras verdades terribles sobre el mundo vomitivo que se edificaba a su alrededor. Damnificado del capitalismo, Walser escribió Jakob von Gunten o El Ayudante entre oficios administrativos, apuntes financieros y aburridas listas de clientes, y en ellas radiografió toda la usura del mundo con la delicadeza de un entomólogo. Sin alzar la voz, discretamente, con la tímida reserva de un empleado de ventanilla, fue apretando al mundo con su puño hasta estrangularlo con esmero.
Entre nosotros, latinos dados a la fantasía, ocupa un lugar de culto pues no de privilegio el extraordinario poeta catalán Alfonso Costafreda, funcionario de la UNESCO, peregrino de la administración, que vivió y se suicidó en Ginebra, en 1974, después de acudir cada día puntual a su puesto de trabajo en un funcional y acristalado edificio de oficinas durante quince años. Para él, la maldición del oficinista se conjugó con la del expatriado laboral (perfil hoy desgraciadamente en boga), lo que ha impedido que el autor de Compañera de hoy goce de la reputación que sin duda merece. Y así, mientras fichaba cada mañana, iba barajando y cortando los naipes con los que jugó y perdió la partida contra la muerte, tal y como versificó en el fabuloso poemario expresionista De suicidios y otras muertes. Su réquiem aún no ha sido entonado en este país de todos los demonios, como dijera su amigo y también poeta Jaime Gil de Biedma, otro poeta de oficina (en una compañía exportadora de tabacos), con el que la posteridad acaso haya sido más benevolente.
Pero el campeón de entre los escritores de oficina fue el portugués Fernando Pessoa, creador de todo un ejército de rebeldes. En su caso fue literal porque se dedicó a inventar autores (Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Bernardo Soares...) y a dotarlos de personalidad, carácter y acaso el tipo de vida de que él, empleado en el departamento de traducciones de una multinacional, jamás tendría. Nadie dejó de verlo nunca como lo que fue: un burócrata previsible que siempre desayunaba a la misma hora y en el mismo cafetín de Martiño da Arcada y que caminaba por Lisboa como el hombre del traje gris, con la mirada perdida de un hombre demasiado ocupado para existir. Sus heterónimos, en cambio, vivían vidas de vanguardia o eran filósofos anacoretas y publicaban libros imprescindibles para la cultura contemporánea como El libro del desasosiego, obras de vértigo y pesadilla que  nadie hubiera atribuido jamás al aburrido oficinista Fernando Pessoa.

jueves, 31 de enero de 2013

Si encubriera más lo humano

Aquel irónico diagnóstico de Cervantes considerando a La Celestina "obra a mi parecer divina, si encubriera más lo humano", ha acabado convirtiéndose en una de las más terribles plagas que han azotado la literatura -y, en especial, la novela- escrita en nuestro idioma. Y es el caso que en nombre del "duende", la magia, los artificios de ingenio, la técnica, la belleza o la trascendencia y el "más allá", la novela española ha ido, desgraciadamente, abandonando "lo humano", la realidad de las miserias de este maltrecho "más acá" donde moramos. Y es que parece que, en nuestro país, hablar de "lo real" parece estar definitivamente prohibido, porque acaso diseccionar la realidad con bisturí aviente el mal olor de nuestros muchos cadáveres exquisitos. Aquí lo real se oculta contraviniendo, paradójicamente, la propia genética de nuestra literatura (Mio Cid, La Celestina, Lazarillo, don Quijote), en beneficio de una novela pretendidamente artística que, en verdad, acaba resultando artrítica, pues rehuye con cobardía la descripción cruda de la difícil odisea de vivir. Y una novela por encima de la muchedumbre no merece el nombre de novela.
Lo triste es que los pocos autores que han intentado por estos lares profundizar por debajo de la piel de toro buscando la basura bajo la alfombra, han sido castigados con la penosa losa del olvido. Qué fue si no de Felipe Trigo, novelísta mayúsculo, autor de precisos diagnósticos de la corrupción hispánica como El médico rural o Jarrapellejos. En su época sus libros se vendían como rosquillas pues eran como un espejo de la podredumbre de una sociedad que no ha cambiado nada en 100 años y, sin embargo, los corifeos de lo artístico se han ocupado de condenarlo como "autor menor" o "pornográfico". ¿No será la realidad la que es pertinazmente pornográfica?¿Qué de José Díaz Fernández, que en El Blocao muestra con crudeza los sinsentidos de la guerra? ¿Qué de César Muñoz Arconada, que en La Turbina desmonta todos los falsos mitos del progreso `made in spain´? ¿Qué de Max Aub, cuya Gallina Ciega es como una radiografía de los males de la nación? ¿de Arturo Barea, que en La forja de un rebelde, resume la historia de la España contemporánea sin maniqueísmos ni pamplinas? ¿dónde están en los libros de texto? Si la realidad hiede, lo que hay que hacer es diagnosticarla y tratarla en lugar de proscribir los libros de quienes nos la cuentan. Porque en la Posguerra ocurrió idem de lo mismo, y los Alfonso Grosso, López Pacheco, Antonio Ferres o Armando López Salinas fueron condenados como "novelistas de la berza", para acabar como outsiders, en el limbo, fuera de la historia literaria que, en nuestro país, ha acabado siendo patrimonio de los que creen que la literatura no debe ensuciarse y que debe flotar por encima de las cosas de este mundo, como un bécqueriano cendal flotante de leve bruma. Aquí la basura se deja debajo de la alfombra; mejor no asomarse al pozo. Así que seguimos leyendo a Unamunos, Azorines, Celas, o Juanes Benet. Y en ellos ¿Ah de la vida? Nadie me responde.
En la actualidad, el drama aún continúa. Hablar de la realidad de las relaciones laborales, de la explotación, de la corrupción política y empresarial, del falseamineto de la historia, de la aniquilación del "espíritu colectivo", o del definitivo desplome de la utopía es sistemáticamente condenado como pseudo-literatura, porque la literatura de verdad no se moja. Y es por ello que Rafael Chirbes (La larga marcha, Crematorio), Belén Gopegui (Lo real, El padre de Blancanieves) o Isaac Rosa (El vano ayer, La mano invisible) no estarán nunca en el canon. No interesan. Y así nos va.
  

martes, 11 de diciembre de 2012

Libros con historia

 
 
 
Ahora que, con pretexto sentimental, nos encontramos en uno de los periodos más consumistas del año, y amenaza (creo que, una vez más, sin éxito) el libro digital, habría que recordar que, mal que les pese a estos nuevos mercaderes, los libros no sólo cuentan historias: los libros tienen su historia. Y aquí proponemos un breve repaso de las más novelescas vidas de algunos volúmenes.
Tomemos en primer lugar La Celestina, genial obra dramática publicada originalmente en 1499 como Comedia de Calisto y Melibea y mejorada después en 1502 hasta quedar convertida en Tragicomedia de Calisto y Melibea. En cualquier caso el libro, de autor desconocido, era un rato raro porque en su primera versión tenía 16 actos y en la segunda 21 ¿quién se come una representación tan larga? Para colmo, la obra, que desde el primer momento adquirió categoría de clásico, incluía al principio uno de los peores poemas que se hayan compuesto jamás en lengua castellana, versos torpísimos y sin ritmo que mezclaban sin concierto refranes, hormigas y mitos griegos. Sin más: un despropósito. Y nadie, en todos los cien años siguientes, supo resolver el misterio de aquel patético poema que, leído acrósticamente (esto es: la letra inicial de cada verso en vertical), venía a decir: "El bachiller Fernando de Rojas acabó la Comedia de Calisto y Melibea y fue nacido en la Puebla de Montalbán". Todo eso, sin faltar una letra. Y así, gracias a este truco, Fernando de Rojas pasó a la historia sin pasar por la hoguera, porque la obra se las traía: era blasfema, suicida, magnicida y obscena, y la Inquisición hubiera dado buena cuenta de su autor de haber sabido quién era.
Otro libro con historia es el semi-desconocido Quijote de Alonso Fernández de Avellaneda, un tipo que nunca existió ni consta en registro civil alguno, pero que al publicar de manera oportunista en 1614 esta no del todo mala continuación de Don Quijote acabó por decidir a Cervantes a continuar su propia novela en la más memorable segunda parte que vieron los siglos pasados y acaso vean los venideros. En la continuación cervantina don Quijote muere al fin, después de verse vencido por el bachiller Sansón Carrasco disfrazado de Caballero de los espejos... y fin de la polémica (Nabokov llegó a imaginar la genialidad que hubiera sido un apoteósico duelo final entre el don Quijote verdadero y el falso Quijote de Avellaneda).
Tampoco Shakespeare, un actor metido a autor, se libró de la polémica histórica, en este caso centrada más que en sus libros en él mismo, porque hay quien piensa que en realidad se trataba de una mujer disfrazada de hombre (las mujeres estaban vedadas en el teatro victoriano) o incluso un grupo de actores británicos imaginando obras para lucir sus cualidades interpretativas. Su extraña muerte, llena de coincidencias, y el hecho de que ninguno de los cuadros que lo retratan presente algún parecido han contribuido a alimentar la leyenda.
Podíamos seguir, y quizá lo hagamos en otro momento, repasando libros con historia, pero por hoy lo dejaremos recordando La conjura de los necios,un contracultural libro que John Kennedy Toole, un treintañero sin oficio ni beneficio, se cansó de presentar manuscrito a un sinfín editoriales que lo despachaban con sistemático e idéntico desprecio: era un don Nadie: ¿para qué tomarse la molestia de leerlo? Y John murió ignorado, pensando con razón que había una conjura de necios contra él. Sólo la insistencia de su madre Thelma durante más de diez años consiguió que el libro viera finalmente la luz batiendo todos los records y consiguiendo todos los premios. Se convirtió rápido en un clásico indiscutible de la narrativa norteamericana. Nunca lo supo, pero John era, finalmente, alguien. 

viernes, 5 de octubre de 2012

Libros de Cine

Aquellos que prefieren por sistema ver películas basadas en libros en lugar de leer los libros originales es como si prefirieran comerse un chicle previamente masticado por otra persona; un chicle, no me negaréis, ciertamente asqueroso, y además sin sabor. Por más vueltas que le demos, leer es una experiencia infinitamente más intensa que ver (sobre todo si lo que ves es una "traducción" y/o imitación). Y esto no sólo porque las películas basadas en libros generalmente matan las fantasías y especulaciones que los libros suscitan, sino porque el cine tiene unas reglas y la literatura otras: son juegos distintos, aunque puedan parecerse. Y a mi que no me digan: jugar a ping-pong con balones de baloncesto no me parece muy práctico.
En realidad ninguno de los realmente grandes en literatura ha tenido demasiada suerte con sus adaptaciones al cine. Ni Cervantes ni Shakespeare (aunque lo hayan intentado los mejores) han dado un cine digno, pero tampoco Moliére, Goethe, Quevedo o Victor Hugo. Más suerte, en cambio, parece haber tenido una novelista menor como Mary Shelley, cuyo Frankenstein, en la versión cinematográfica de James Whale, es prodigioso (hay incluso una continuación, La novia de Frankenstein, que es aún mejor, y que está enteramente sacada del magín de Whale pues, como todo el mundo sabe, el pobre monstruo del doctor Frankenstein no ligaba nada). Tampoco le ha ido mal a   Guy de Maupassant, cuyo increíble cuento sobre la guerra franco-prusiana, "Bola de Sebo", se convirtió, en las manos de John Ford, en La Diligencia, un western psicológico, sobre los orígenes de Norteamérica. Ni a Julio Cortázar, pues al menos uno de sus cuentos, "Las babas del diablo", se ha convertido en una gran película, Blow Up, aunque transportado por Antonioni al Londres pop de los 70. Tampoco debemos pasar por alto El corazón de las Tinieblas del "extraño" Joseph Conrad, que Francis Ford Coppola, trasladando la historia de África a Vietnam, convirtió en Apocalipse Now. Puro cine. Y qué decir de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, la extraordinaria novela de Philip K. Dick, que Ridley Scott transformó en otra cosa distinta, pero también increíble en Blade Runner, con Harrison Ford haciendo de agobiado cazador de androides. Un caso singular de "traición" al libro es La Naranja Mecánica, una notable novela moral de Anthony Burguess sobre el trabajoso paso de la adoscencia a la madurez, que Stanley Kubrick convirtió en una inmoral epopeya sobre la violencia del Estado y la libertad individual dotada de una increíble fuerza visual.
¿Y los cómic? Que me aspen si V de vendetta o Watchmen, de Alan Moore, no son absolutas obras maestras del arte de la viñeta que el cine no ha podido igualar.
Hablemos por último de dos novelas fiasco que fueron grandes películas. Por ejemplo, Sed de Mal, de Orson Welles, una de las mejores películas de la Historia, está basada en una patética novela de Whit Matterson; y Rebeca, la más emocionante película de Alfred Hitchcock, en una novela sosísima de Dapne du Maurier.
En fin, no cabe duda, los mejores logros del "cine literario" se han producido cuando el cine ha usado su propias reglas, aunque ello suponga transformar la historia original, como muestra de que los matrimonios de conveniencia (desganados o comerciales) entre literatura y cine nunca han disfrutado de ninguna apacible Luna de Miel.

lunes, 23 de abril de 2012

El último viaje de don Quijote




De todos es sabido que Cervantes, que era desordenado y propenso a la vagancia, jamás hubiera terminado "la más alta historia que vieron los siglos" si un tal Avellaneda, un escritor mañoso pero oportunista y con algo de mala uva, no hubiera plagiado su primer Quijote. En realidad, el Quijote de Avellaneda, una de las obras más desconocidas de la literatura española, no es una mala novela. De hecho está llena de trucos y efectismos "de novela", diseñados para cautivar al público. Con personajes situados entre Dos tontos muy tontos y Torrente, misión en Marbella, hoy hubiera arrasado en taquilla, convirtiéndose en un best-seller de éxito. En nuestra época superficial donde tanto se prestigia la incultura y la brocha gruesa, Avellaneda hubiera sido un ídolo mediático. Y, sin embargo, en su época, todo el mundo entendió que el defecto de la obra era precisamente ese: que no era más que una novela. En el S. XVII nadie confundió el ruido con la música, y Avellaneda fracasó, aunque espoleó, de rebote, al avejentado Cervantes a rematar su obra maestra.
Vladimir Nabokov imaginó lo hermoso que hubiera sido que Cervantes hubiera puesto a pelear en la ficción, y por los áridos campos de Montiel, a su Quijote con el de Avellaneda, pero Cervantes prefirió algo mejor: dar una lección de vida. Así humilló del todo a Avellaneda, componiendo una novela que era más que una novela, una obra en la que los personajes se salen contínuamente del libro, como si las páginas fueran demasiado estrechas para contenerlos. De manera que el Ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, compuesto en 1615 por un Cervantes que tenía ya el pie en el estribo de la muerte, es en el fondo una radiografía bien negra del mundo que nos ampara: cruel, gris y desagradecido, donde con frecuencia la brillantez es manchada por el rencor, y donde se persigue con saña al que es distinto hasta ponerle el prefabricado traje que viste todo el mundo. Y así, don Quijote, ese héroe infatigable que luchaba a su manera por mejorar el mundo, se ve invadido por la decepción, por ese estarse entregando de lleno una sociedad que no lo comprende. De manera que Cervantes, pulverizando a Avellaneda, hablaba no sólo para los hombres y mujeres de 1615 sino también para los de 2015 y 2515. Inventaba el Romanticismo, pero también la Vanguardia. No había escrito una novela: había metido el mundo en ella; todas las desgracias que el propio Cervantes tuvo que soportar como tullido héroe de guerra al que nadie reconocía sus méritos, pero también los que como él habrían de venir al mundo entre la incomprensión y el desprecio de una sociedad chata y gris, sin ambiciones ni espíritu, que premia la estupidez y condena la inteligencia. En definitiva, prefirió la verdad que nadie quiere oir a la ficción inocua que gusta a las masas.
No obstante, mientras el Quijote que imaginó Avellaneda sigue vivo al final del libro, repartiendo estupidez por los campos castellanos, el Quijote de Cervantes, el auténtico, realiza su último viaje, y muere. En su cama. Sin violentos lances en el campo de batalla. De pena, tal vez. Era demasiado bueno para este mundo. Pero, qué grande Cervantes: al concederle esa victoria pírrica al Quijote de Avellaneda, dotaba de más verdad aún al suyo, de una verdad casi insoportable. Lo sacaba del libro para ponerlo en la tierra para siempre.
Ah, y otra cosa, aunque don Quijote muriera fracasado intentando construir un mundo más habitable, ahí estaba ya Sancho, incapaz de renunciar a esos ideales, con la lección del entusiasmo bien aprendida, y dispuesto a sucederlo.

miércoles, 22 de febrero de 2012

Escritores sin lengua



Decía Luis Cernuda (un expatriado de marca mayor, que pasó la mitad de su vida en Inglaterra, dando clases en inglés a la vez que escribía sus mejores versos en español) que no pertenecemos a un país sino a un idioma. Que, si en este desquiciado mundo algo nos da personalidad y nos permite vincularnos afectivamente a los demás no es la Geografía sino el Lenguaje. En fin, que es el lenguaje el que nos da un lugar en el mundo. Y esto valdría, claro, para la cantidad de exiliados que, como él, acabaron odiando el país en que nacieron mientras aún amaban la lengua en la que dijeron sus primeras palabras. Pero ¿y los escritores sin patria? ¿los escritores sin lengua? ¿Aquellos a los que la Historia les arrebató el Lenguaje?
La historia de la literatura universal abunda en ejemplos. Quizá el más famoso sea el del extraordinario escritor ruso Vladimir Nabokov, un noble de San Petesburgo que hasta los 40 años escribió en ruso pero que, forzado por el exilio, abanonó ese idioma para escribir lo mejor de su obra en inglés y en EEUU (no hay duda de que Lolita es la mejor "novela de carretera" americana, ¡y su autor era ruso!). En su caso, además, había algo de ironía porque Nabokov (un extraordinario profesor de literatura en la norteamericana Universidad de Cornell) acabó triunfando, en plena Guerra Fría, con la lengua del enemigo. Casos similares al suyo son el del judío rumano Paul Celan, que escribió sus mejores libros en alemán, y hoy, de hecho, es considerado como el mejor lírico alemán después de Rilke, o el del filósofo, rumano también, Emil Cioran , que prefirió el francés, lengua en la que escribió sus mejores obras, como Ese maldito Yo. Distinto es el caso de Samuel Beckett, irlandés de pura cepa que, casi por capricho, escribió en francés sus mejores obras teatrales (señaladamente Esperando a Godott) para después traducirlas él mismo al inglés. Y a la inversa, el del generalmente infravalorado escritor francés Boris Vian, que escribió en inglés, bajo el seudónimo de Vernon Sullivan, algunas de sus más impactantes novelas como Escupiré sobre vuestra tumba o Con las mujeres no hay manera, para luego traducirlas al francés ya bajo su propio nombre. Un juego desquiciante, como sus propios libros.
No obstante, los casos más singulares de este fenómeno que comentamos son los de aquellos que pertenecieron a varias patrias, geográficas y linguísticas, por avatares de la Historia, y gracias a ello acabaron teniendo una visión de mundo mucho más rica que cualquier otro literato de su tiempo. Notorio es el ejemplo de Elías Canetti, escritor y Premio Nobel, que jamás llegó a conocer más patria que el idioma alemán (en el que escribió su obra maestra Auto de Fe), pues sus padres, de orígen sefardí, lo trajeron al mundo en una ciudad del viejo Imperio Otomano que fue invadida por Rusia y al final acabó perteneciendo a Bulgaria. Con todo, el caso más señalado sería el del gran escritor británico de novelas de aventuras Joseph Conrad, que nació como Jozef Korzeniowski en la Polonia de 1857. Era un niño cuando su país fue invadido y ocupado por Rusia, posteriormente transformado en zona de la Unión Soviética y actualmente Ucrania. Ante este lío no es de extrañar que el joven Jozef acabara nacionalizándose británico y escribiendo en inglés sus magníficas novelas, tan inolvidables como El corazón de las tinieblas, El agente Secreto o Lord Jim. Cuando, ya en su vejez, un patriótico periodista le preguntó: "Señor Conrad, pero usted ¿qué es? ¿polaco? ¿ruso? ¿ucraniano? ¿soviético? ¿británico? ¿o qué?" Él respondió con calma "o qué".

miércoles, 1 de junio de 2011

Libros en la carretera


No recuerdo muy bien quién dijo (aunque tengo por costumbre endosarle a Oscar Wilde todas las citas dudosas) aquello de “todos los libros cuentan lo mismo: el paso de la adolescencia a la madurez”. Justo. O por decirlo de otro modo: el paso desde cuando sientes que nadie en el mundo te entiende, a cuando comprendes al fin que es al mundo al que no hay quien lo entienda. En realidad, todas las novelas buenas son así, “de aprendizaje” (los alemanes utilizan un palabro rarísimo “bildungsroman”: novelas de construcción o conocimiento). Pero dentro de estas, hay varios subgéneros: uno de los más interesantes son las novelas de carretera. A ellas vamos a dedicar "el Guardián" de este mes, para que, ahora que acaba el curso y se inician a su vez tantas otras cosas, nadie olvide que el movimiento se demuestra andando, y que las carreteras, aunque a veces puedan parecernos largas, llevan siempre a algún sitio.

Las novelas “de carretera” (no confundir con “mapas de carreteras”) en realidad son libros que en el fondo no cuentan más que un viaje, sólo que la persona que lo realiza al final acaba no pareciéndose ni a sí misma. La verdadera patria de las novelas de carretera ha sido sin duda EE UU, un país lleno de autopistas y de tipos perdidos. A veces incluso de tipos perdidos en la autopista. Supongo que tendrá algo que ver todo ese rollo del “far west”, de la conquista del oeste con tipos duros que se curten cruzando praderas infinitas mientras sobreviven a toda clase de peligros emboscados.

La más famosa novela de este estilo la escribió Jack Kerouac en un rollo de papel continuo largo en si mismo como una carretera, y así se llamaba, de hecho: En la carretera (traducida a veces como “en el camino”). Y le salieron mil imitadores queriendo contar ese viaje loco que cambia tu vida para siempre. Incluso Julio Cortázar escribió con mucho cachondeo una novela de “carretera”, Los autonautas de la cosmopista. Pero no nos engañemos, los dueños del género han sido siempre los yanquis (aunque la mejor novela “de carretera” americana, Lolita, la escribiera en realidad un ruso, Vladimir Nabokov). Títulos hay muchos: desde maravillas como Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta de Robert M. Pirsig (libro de cabecera de infinitos viajeros entregados a conocerse a si mismos viajando en trenes de tercera clase) hasta desfases como Miedo y asco en Las Vegas de Hunter S. Thompson (obra fundacional del periodismo gonzo, en que el cronista usa sobre si mismo las prácticas más delirantes) . No obstante, yo sentí siempre predilección por El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, una increíble novela de carretera “a pie”, y por La conjura de los necios de John Kennedy Toole, desquiciada y heroica novela "underground", donde ninguno de los inolvidables personajes que la pueblan va, en realidad, a ningún sitio, pero no paran de dar vueltas durante todo el libro.

Aunque si hemos de buscar los antecedentes de tan singular subgénero en realidad Don Quijote era ya una espléndida novela de carretera, o de... veredas, donde un chiflado con ideales y un campesino sin tierras se recorren los caminos de España hasta caerse muertos… de desilusión. Y, si así nos ponemos, es probable que la mejor novela de carretera de todos los tiempos no se desarrolle en la carretera sino en el mar: es La Odisea, de Homero, el más alto viaje al interior de uno mismo que vieron los siglos pasados y podrán ver los venideros.
P.D. El cuadro del principio, Rieles al atardecer, corresponde a otro ilustre explorador de nuestros interiores, el también norteamericano Edward Hopper.

sábado, 30 de abril de 2011

Los Olvidados




Es curioso que la literatura, que se inventó para que no nos olvidáramos de las cosas, esté curiosamente llena de autores olvidados, autores cuyos nombres nos suenan menos que los de los componentes del equipo de waterpolo de Burkina Fasso. Y es pena porque parece que en esto de la literatura se ha impuesto también lo de "Los 40 Principales"; esto es: te repito mil veces la canción hasta que te parezca buena, así que si no te suena es porque es mala. Por eso, si en El Guardián de Marzo hablamos de escritores que buscaron a propósito ser olvidados, hoy catalogaremos aquellos que se merecían algo más que la pesada losa que el olvido dejó caer sobre ellos.
Empezando por el principio. En la antigüedad hay ya un olvido imperdonable: el de Hesíodo, que menos mal que no alcanzó a ver cómo Homero se llevaba toda la fama y a él no le quedaban ni las migajas, que si no Los Trabajos y los Días lo escribe su tía. Otro caso que se las trae es el del más grande de los poetas medievales, Omar Khayyam, al que le tocó ser persa en un mundo cristianizándose a toda mecha, así que de sus increíbles Robbayatt ni a dios (ni a alá) muy buenas.
En el cambio del S.XIX al XX hay tres olvidos casi delictivos: el primero el novelista y poeta suizo Robert Walser, sin el que Kafka no sería nada, y al que, después de escribir obras maestras como El Ayudante o Jakob Von Gunten, le dio tiempo de volverse loco y vivir ¡30 años sin hablar! en un manicomio de Herissau. Así que ni él estuvo para hablar en su favor. Otro que tal baila: Knut Hamsun, que en Noruega debe ser Dios, pero ¿a quién le interesa un dios noruego? Antes de recibir el Premio Nobel escribió Hambre, y después de recibirlo Pan, pero ni la una ni la otra le dieron de comer, para qué engañarnos. Aunque tal vez el caso más triste sea el del francés Jules Renard, porque él sí buscó con ahinco una fama que le fue esquiva. Contemporáneo y maestro de Maupassant, Flaubert, Mallarmé o Toulouse-Lautrec, escribió un monumental Diario en el que se queja a menudo de la penosa cárcel del desprecio y del olvido ("sé que todos los grandes hombres fueron ignorados en vida, pero yo no soy un gran hombre, así que preferiría ser famoso inmediatamente", escribió).
Entre nosotros la verdad es que el catálogo de raros y olvidados es bastante copioso. Está el decadente Alejandro Sawa, borrachuzo genial que se perforó el estómago cuando en realidad lo que pretendía era perforar las entrañas de la sociedad burguesa. O el boxeador anarquista Andrés Carranque de Ríos, que pasó de estibador de barcos a estrella de cine mientras escribía La vida difícil. O el espantoso gordo Antonio de Hoyos, marqués de Vinent, modernista y dandy, frecuentador de chulos y torerillos de poca monta, y víctima incluso de palizas en oscuros callejones, que en El pecado y la noche hizo la crónica de las crónicas sobre la nocturnidad y su alevosía. O José Mas, autor de El rebaño hambriento de la tierra feraz, prodigiosa recreación de la historia de España, hoy inencontrable. Y, para acabar, todo un maldito: el novelista sevillano Alfonso Grosso, probablemente el mayor narrador español de su siglo y al que se negó el pan y la sal de la memoria por hacer descrito la cara oculta de todo el tinglado rociero en Con flores a María. Dejó algunas obras maestras como Florido Mayo o Un cielo difícilmente azul que para él en verdad fue casi negro.
Y sin embargo hay autores a los que, como a Elektra, les sienta bien el luto, y les pega ser mártires del olvido porque, como decía Oscar Wilde, hay que preferir siempre lo más trágico.

jueves, 31 de marzo de 2011

Esquivadores de fama

Hace poco más de un año que el huidizo, malencarado y a la vez genialmente sutil, J.D. Salinger (el inspirador del título de estas columnas) nos dejó para siempre, y con él desapareció quizá también una forma de entender la literatura al margen de exhibicionismos y vanidosos redobles. Frente al simplón mundo de hoy, lleno de tipos que malvenderían a su madre por cinco minutos de fama, él decidió huir del vulgar aplauso para buscarse a si mismo lejos de los focos. No quiso laureles ni portadas de periódico, ni minutos de publicidad. Prefirió el silencio. Pero no fue el único... Fernando de Rojas, judeo-español y de la Puebla de Montalbán, Toledo, fue el primer escritor de envergadura que decidió sacrificar la fama para salvarse. En su caso no era ninguna metáfora: se trataba de salvarse de la hoguera. En 1499 había escrito La Celestina, demoledora crítica a la sociedad burguesa que entonces nacía, con toques de humor negro, pornografía y psicología de masas. En cierto sentido, fue el primer escritor "underground". Todo un "friki". Tuvo el buen juicio de no poner su nombre al libro por si las moscas, aunque dejó para la historia uno de los más horribles poemas que jamás se hayan escrito: leyendo en acróstico la primera letra de cada verso se descubría la identidad secreta del autor. Y jamás publicó nada más. Cuando no tenía nada que decir prefería callar. Arthur Rimbaud, genio excéntrico y prematuro, es el segundo de nuestros esquivadores de fama. Poeta superdotado, a los quince años había revolucionado la poesía occidental con un puñado de versos inmortales. La gente lo adoraba. Fue el primer poeta "superstar" de la historia. Maniaco e impulsivo, a los dieciocho compuso Una temporada en el infierno y casi mata de un tiro a su amigo y amante Paul Verlaine. Luego decidió callar. Salió de la literatura por la puerta de atrás y sin apenas hacer ruido, para convertirse en empresario y tratante de esclavos. El poeta maldito acabó siendo un maldito negrero. Y dejó que todos lo olvidaran con la determinación del que huye del verdadero infierno. Otro que tal baila fue el espléndido escritor suizo Robert Walser, maestro y modelo de los más grandes escritores de su tiempo, que lo seguían en sus prolongados paseos como a un Mesías de la literatura. Harto de tanto "pelotilleo" y cansado del cínico mundillo literario, se retiró voluntariamente al manicomio más inhóspito de toda Europa, en Herisau, donde cuentan que vivió durante 25 años sin pronunciar palabra y fingiendo desconocer al escritor al que todos admiraban. El caso de J.D. Salinger no es menos singular, pues escribió sus obras maestras apenas al terminar la mili, que en su caso fue en la II Guerra Mundial. Pero Nueve cuentos y El Guardián entre el centeno eran obras maestras y el mundo entero se rindió a sus pies. Convertido a su pesar en ídolo de hippies y adolescentes enloquecidos (el asesino de John Lennon, por ejemplo, era su histérico admirador), decidió alejarse del mundanal ruido y desaparecer del mundo de los vivos. Durante casi sesenta años no se ha sabido dónde vivía ni de qué, por eso ha sorprendido tanto su muerte, porque en realidad nadie se imaginaba que aún estuviera vivo. La imagen que acompaña a estas líneas es la única foto que se ha publicado de él en todo este tiempo, y está intentando golpear a un periodista que le ha "descubierto". No se sabe si como homenaje a su maestro Salinger o como truco genial para evitar la notoriedad, el escritor Thomas Pynchon no ha divulgado más imagen suya que la de una foto de Primera Comunión y otra de espaldas. Así nadie tiene ni idea de quien es Pynchon fuera de sus libros (algunos geniales como La subasta del lote 49). Otro caso singular es el de Bruno Traven , el autor de El tesoro de la Sierra Madre (novela luego llevada al cine por John Huston con Humphrey Bogart de "star"), y que quiso a toda costa despistar a fans, cazatalentos y productores de cine. Lo más gracioso del asunto es que al parecer vivió haciéndose llamar Hal Croves, representante y único amigo del escritor Bruno Traven. Y ahí lo triste: el único amigo de Traven era, en realidad, el propio Traven. Con todo, el caso más singular de entre los autores que han buscado como sea darle esquinazo a la fama es, sin duda, el del novelista italiano Gesualdo Bufalino, un escritor secreto durante toda su apacible vida de profe de instituto, y que sólo al cumplir los setenta años se decidió a publicar las evanescentes y líricas novelas que había ido escribiendo durante toda su vida (Argos, el ciego; Calendas griegas...). La fama y los premios le llegaron cuando era demasiado viejo como para que pudieran molestarle.