Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



lunes, 9 de enero de 2017

Escritores sin saberlo

El libro del año 2016 en España ha sido el mismo que el de 2015 en EEUU: Manual para mujeres de la limpieza, de la norteamericana Lucia Berlin. Hasta aquí todo bien, salvo que Berlin murió en el año 2004 sin saber que era escritora. Es el triste sino de algunos: que el reconocimiento como parte de la cofradía de las palabras te llegue cuando ya no puedes escribir ninguna. Y es el caso de Berlin (en la foto con uno de sus hijos), que pasó su adolescencia en Chile y su vida adulta en EEUU como auxiliar de enfermería en hospitales marginales poblados de hispanos, que tuvo cuatro hijos, tres matrimonios, una escoliosis que la reventaba a dolor, un enfisema pulmonar, alcoholismo, un cuñado ministro y una maleta llena de discos de jazz, de decepciones y de talento. Para sacar adelante a sus hijos se machacó a dobles jornadas como profesora de apoyo en institutos o recepcionista, y aún publicó algunos relatos en revistas de segunda a cambio de algunos dólares para consolarse con los licores más infames. Sus relatos, ahora lo sabemos, son mejores que los de Carver, otro alcohólico, pero él fue siempre escritor y ella enfermera. De ese tipo de injusticia parece que se dejó morir en 1969 el brillante y tímido profesor de universidad John Kennedy Toole, harto de negativas a publicar su novela La Conjura de los necios, radiografía implacable y bufa de la sociedad de consumo, un Quijote posmoderno y todo un hito de la narrativa norteamericana publicado ¡en 1980! y ganador del Pulitzer cuando a su autor francamente ya le importaba un comino.
El caso más paradigmático de escritor sin saberlo acaso fuera el de Anna Frank que, creyendo escribir un diario adolescente, estaba en realidad escribiendo sin saberlo la historia misma del S. XX, un siglo, por cierto, que ha sido pródigo en mártires del olvido. Nellie Campobello, por ejemplo. Fue bailarina y amante de escritor (en su caso el mediocre novelista Martín Luis Guzmán), dos oficios que parecían cuadrar mejor con una mujer mejicana de su época que el de escritora. Coreógrafa muy popular en Méjico, llegó a dirigir durante casi 50 años la Escuela Nacional de Danza de su país, y aún hoy se le recuerda por ello, pero no desde luego por Cartucho (1940), una apasionante colección de relatos sobre la revolución mejicana y un claro precursor del realismo mágico, al que tanto partido iban a sacarle después escritores seguros de serlo. Campobello vivió para contarlo, pues se fue de este mundo en 1987, con 86 años, pero no se encontró jamás mencionada en reseñas literarias, quizá para no hacerle sombra a ningún caudillo.
Otro caso: Marcella Olschcki, una emigrante italiana en EEUU, el país de las oportunidades que, desde luego, no lo fueron para ella, a pesar de que su primer libro, la deliciosa Postal de 1939 (1954), había sido premiado en Italia, probablemente por la sutil manera de condenar la pesadilla fascista y toda la pocilga del siglo pasado mientras parece estar escribiendo una historia de despertar adolescente sin más. Sin más y sin menos porque su historia como escritora acaba ahí, justo al comienzo. Olschki murió en 2001; se ganó la vida en Norteamérica y luego de regreso en Italia como locutora de radio y hasta diseñadora de joyas, oficios que le permitieron olvidar que era, sin ella saberlo, uno de los más grandes escritores italianos de posguerra.
Entre nosotros, los celtíberos, han primado más los que se creían escritores sin serlo realmente (un tema del que hablaremos en otra ocasión) pero algún caso hay de escritor desapercibido para si mismo. Sólo espero que el del traductor Antonio J. Desmonts que publicó en 1990 su único y formidable libro de relatos Los tranvías de Praga no acabe engrosando este grupo. Vale y feliz año.

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