Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



viernes, 4 de enero de 2019

Setenta veces negro

Alejandro Dumas no sería nada sin sus "negros" literarios, como Maquet
No deja de resultar una paradoja con cierta justicia poética que el primer "negro literario" (esto es: el esclavo de la literatura, que escribe sin descanso para que otro ponga su nombre en la portada) del que se tiene noticia fuera en realidad el parisino Auguste Maquet, escritor  color blanco nuclear que trabajó a destajo para el muy afortunado negro haitiano Alejandro Dumas. Y es curioso sobre todo porque el muy dignísimo oficio de "negro de la literatura" (en el que han ejercido, sin ir más lejos, personalidades como Shakespeare, que escribió para Marlowe, o todo un Nobel como Vargas Llosa, que puso su pluma juvenil al servicio de cierta dama de la jet set peruana) no hace sino encubrir la triste condición casi colonial con la que la literatura ha afrontado la cuestión de la raza, en la que, por lo general, a los escritores negros les ha correspondido un futuro de similar cromatismo, muy a menudo al margen de sus méritos en el noble oficio de edificar con palabras.
Este año que el IES Arjé afronta el reto de la diversidad en su programación cultural, queremos dejar constancia también en la Torre de tan lamentable prejuicio racista. La primera víctima del mismo es, indiscutiblemente, el dramaturgo cartaginés de ascendencia bereber, Terencio (Publio Terencio Afro, por cierto, para que no quedaran dudas), autor de exquisitas comedias en la Roma del siglo II a. C, como Los Adelfos o la muy psicológica El atormentador de sí mismo, pero que tuvo que ver cómo la fama se la llevaba Plauto, autor bastante más vulgar pero perfectamente blanco. Prejuicio muy similar al que hubo de afrontar Juan Ruiz de Alarcón, otro dramaturgo sofisticado y oscuro y con frecuencia esquivado porque tuvo la desgracia de ser mulato en el nuevo mundo del s. XVII, descendiente de nobles y esclavas, como tantos en aquel tiempo. En su caso acaso se vengó con terribles dramas como La verdad sospechosa o La crueldad por el honor, pero para la historia es un segundón, lo cual hace aún más sospechosa la verdad por cierto.
Pero ha sido en el siglo XX y en EEUU donde se han cometido las mayores tropelías racistas en la literatura. Algo que no extraña nada en un país que ante la más excelsa expresión negra de la música moderna, el jazz, presentaba con abochornantes honores como rey del jazz en los años 30 a Paul Whiteman, cuyo apellido era una declaración de principios pero su música de una mediocridad lamentable. Con todo, al público, de cualquier color, no se la daban con liebre y ya había decidido que el verdadero rey era Duke Ellington, negro como el tizón.
Otro negro ilustre: Nicolás Guillén

El prejuicio racial probablemente haya influido en el hecho de que el enorme poeta Langston Hughes (Blues) no perteneciera, como le corresponde por derecho, a la Generación Perdida norteamericana, un nutrido grupo de extraordinarios escritores... blancos. Hughes, que fue botones de hotel, estuvo en la Guerra Civil española como corresponsal, fue amigo de Rafael Alberti, perteneció a la Alianza de Escritores Antifascistas y es fundador de lo que se ha venido a conocer como "Renacimiento de Harlem", al menos no tuvo que padecer el doble prejuicio, racial y de género, que sí sufrieron sus compañeras de generación como Zora Neale Hurston (Sus ojos miraban a Dios) o, algo después, Alice Walker (El color púrpura), extraordinarias novelistas ambas muy tardíamente reconocidas. Los años 60 fueron pródigos en la reivindicación racial en Norteamérica, hartos los afroamericanos de postergación e injusticias y fenómenos como el blackpower, el blackploitaxion o los panteras negras son muestras de aquel tiempo, al igual que la obra del poeta, músico y maestro fundador de la poetry slam Gil Scott-Heron (La revolución no será televisada), o el escritor y activista homosexual James Baldwin (Ve y dilo en la montaña), reivindicado en el documental de 2016 I´m not your negro. No obstante, el renacimiento racial en realidad tardó en llegar y la concesión del Nobel de Literatura en 1993 a Toni Morrison (La canción de Salomon), sólo en parte venía a reparar esta afrenta.
Las cosas parecen haber sido mejores, desde luego, en la América de habla hispana, donde el poeta nicaragüense Rubén Darío es toda una institución sin haber dejado de reivindicar nunca sus raíces indígenas ("las ínclitas razas ubérrimas") a la vez que la modernidad lírica (Azul). En definitiva un negro influyente que al parecer a veces llegó a tener su propio "negro" (el sevillano Alejandro Sawa, escritor maldito donde los haya y de muy negra suerte, aunque su piel fuera clara).  Y eso por no hablar del peruano César Vallejo (Trilce), otro heraldo negro e indígena que se arrastró por París y deambuló por la guerra de España mientras reinventaba la lengua española contorsionándola hasta cimas aún no superadas, como reconocieron sus contemporáneos. Y era negro, sí señor, como Nicolás Guillén (Sóngoro Cososngo), negro zumbón de Camagüey, primer poeta comunista caribeño y fundador de lo afrocubano, además de etnólogo y folcklorista autor de algunas de los más memorables sones en el nuestro o en cualquier otro idioma.
Chimanda Adichie, autora de Americanah
Es posible que, gracias a algunos de estos precedentes, se puedan mirar las obras del dominicano Junot Díaz (La maravillosa vida breve de Óscar Wao), del colombiano Óscar Collazos (Señor Sombra), o de la jovencísima nigeriana Chimanda Adichie (Americanah), todas ellas internacionalmente premiadas, atendiendo a sus méritos artísticos y no solamente al color de sus caras. Vale

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