Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



domingo, 28 de enero de 2018

Los Baroja


               Me comenta el bibliotecario mayor del reino que las dimensiones de la torre podrían incrementarse hiperbólicamente si incluyéramos en ella un espacio para familias literarias, sagas históricas en el mundo de las palabras, como los Mann, los Singer, los Goytisolo, o los Panero. Familias que, de un modo u otro hacen bueno aquello con lo que Tolstoi comenzó su Guerra y Paz: “Todas las familias felices se parecen; las infelices lo son cada una a su manera”.
Y no se me ocurre una inauguración mejor para esta serie que los Baroja, familia disfuncional donde las haya, de cierta excentricidad y carácter algo difícil, unos por timidez y otros por estilo, como dijo de ella su mejor cronista, Julio Caro Baroja, el último mohicano de aquella saga. Y lo es sobre todo porque los Baroja, viviendo al margen de España, por falta de acomodo físico incluso con la gente, eran a su manera españolísimos, desde su bisabuelo Rafael Baroja, aguerrido periodista afrancesado, que fundó en el País Vasco La papeleta de Oyarzun durante la guerra de la independencia y que fue liberal en medio de un país de absolutistas. Ganas de llevar la contraria…
El padre de los Baroja, Serafín, fue un itinerante ingeniero de minas, de muchos y muy sonoros apellidos vascos, que vino a matrimoniar con la italianísima Carmen Nessi, de rica familia de navegantes lombardos.  Tuvieron tres hijos: Darío (que murió adolescente, de tisis), Ricardo y Pío. Dieciséis años después nacería, al fin, la niña, Carmen, que acabaría casándose con un primoroso editor, Rafael Caro Raggio. Durante sus infancias, siguiendo los destinos de su padre,  peregrinaron entre San Sebastián, Bilbao, Madrid y Pamplona, donde el abuelo materno poseía una casa de Pensión barata, cuyos huéspedes acabaron nutriendo el imaginario de muchas de las novelas de Pío. Los veranos, eso sí, los pasaban en Vera de Bidasoa, en Itzea, donde adquirieron una casona que acabó convirtiéndose en emblema familiar.
El único que estudió algo, y aún a desgana, fue Pío (1872-1956), que acabó medicina en Madrid y llegó a ejercer algún tiempo en Cestona (Guipuzcoa), donde cogió mala fama de médico pesimista y cansino, además de antipático a más no poder. Desengañado de la profesión volvió a Madrid, donde su hermano Ricardo se había hecho cargo de una panadería “Viena Capellanes”, y aunque nunca trabajó allí, el negocio familiar dio para algunas bromas: “Don Pío es un novelista de mucha miga”, llegó a decir Rubén Darío. “Darío es un escritor de mucha pluma; se nota que es indio”, le repuso Baroja, malencarado. Como escritor Pío dio lugar a un adjetivo, “barojiano”, que viene a denominar todo lo que era “hipster” a principios del siglo pasado. Costumbrista, desaliñado, episódico, más dotado para la estampa que para el cuadro o el retablo, Pío fue prolífico y repetitivo, y quizá por su desapego por todo, incluso por lo importante, gozó de éxito y nombradía. Como todo le desagradaba, incluso la democracia, simpatizó con las dictaduras, primero la de Primo de Rivera, que mandó al exilio a Unamuno, y luego por la de Franco, de la que huyeron muchos de sus discípulos. La aparición de Comunistas, judíos y demás ralea (1938) no deja lugar a duda al respecto. Durante la posguerra, permaneció sobre todo en Vera,  en su casona, poniendo de moda la boina y las zapatillas de cuadros para andar por casa. La modernidad de lo rancio. Lo mejor de su obra, ya nadie puede dudarlo, son las novelas de aventuras juveniles, como Zalacaín o las Inquietudes de Shanti Andía, cuyos protagonistas derrochaban un entusiasmo por la vida que, en cambio, su autor racaneaba. De su obra mayor yo sólo salvaría La Busca, primera de la trilogía “La lucha por la vida”, muy influida, no obstante por la de Jules Vallès.

Las relaciones con su hermano no fueron mucho más fluidas que con las del resto de congéneres, aunque en este caso quizá influya el hecho de que, en cierto modo, Ricardo Baroja (1871-1953) sí fue el hombre de acción que Pío nunca pudo ser. Hermano tarambana de la familia y libertario mucho más allá de lo espiritual, Ricardo fue panadero, mozo en la fonda de su abuelo, bibliotecario, archivero, músico de calle, actor, ilustrador y tertuliano. Amante de emociones fuertes (perdió el ojo en una carrera de automóviles y ya siempre lució un parche) y un si es no es de subversivo (participó activamente en la Revolución de Jaca, como contó en el muy divertido Arte, cine y ametralladora), Ricardo fue amigo de Azaña, fundó la Asociación de Amigos de la Unión Soviética y fue el mejor pintor de nuestra Guerra Civil (casi 60 óleos bélicos). Como pintor, sobre todo por sus aguafuertes, muy en la línea del Goya expresionista, recibió la medalla de Oro de Bellas Artes, pero fue también escritor de mérito, con obras como Gente del 98 (donde analiza un tiempo en el que fue muy fácil nadar y guardar la ropa) y la desconocidísima y genial distopía humorística El pedigrée, irónica obra teatral sobre los peligros de la eugenesia y la creación de razas superiores, que en 1926 se anticipó tanto a la literatura como a la Historia. Por último conviene indicar que, pese a que las relaciones de Ricardo con su hermano Pío no fueron de lo más fetén, fue ilustrador y portadista de toda su obra literaria en la editorial Caro Raggio, propiedad de su cuñado, persuadida tal vez toda la familia de que si había un hueco en la Historia para algún Baroja, sin duda debía ocuparlo Pío.
Y sin embargo había Barojas para rato. La hermana Carmen, que fue la princesa de los Baroja, y también ocasional escritora, dio a luz a los dos infantes. El mayor, Julio Caro Baroja (1914-1995), criado a los pechos de su tío Pío, acabó siendo albacea y cronista familiar (Los Baroja aún desprende aroma de un tiempo ido), y acumulando los títulos y cátedras que sus tíos  nunca tuvieron, ganándose fama de sabio con títulos como Las brujas y su mundo, sobre la inquisición o Los judíos en la España moderna y contemporánea, de los que habló sin duda con más respeto que su tío el novelista. Por su parte Pío Caro Baroja (1928-2015), el benjamín de la saga, siguió más los pasos de Ricardo, eligiendo una vida menos quietista y académica que la de su hermano, y entregándose al cine como documentalista, guionista y hasta director, aunque incapaz de olvidar el legado familiar, pues convirtió en imágenes algunas obras de su tío como El mayorazgo de Labraz o La última vuelta del camino, que, en su caso, parece haber sido de ida y vuelta.


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