Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



martes, 17 de marzo de 2020

La mala salud de los escritores


Poe padecía porfiria, paranoia, alucinaciones e insomnio


Quizás pensando en un Emile Zola que, como cuenta Giussepe Scaraffia en Los grandes placeres, fue uno de los primeros ciclistas de Francia e impulsor entusiasta de ese deporte antes del "Tour", o en un eterno candidato al Nobel como Haruki Murakami, maratoniano incluso a sus setenta años, un lector imprudente pudiera creer que los escritores aprecian el deporte, la vida sana y gozan de una salud envidiable, como Robert Walser, el maravilloso autor suizo, que fue pionero del senderismo y recorrió andando toda Europa o el escritor norteamericano Henry D. Thoreau, naturista avant la lettre, filósofo del campo y la vida a la intemperie, cortador de troncos y nadador formidable, además de antiesclavista, ácrata y desobediente civil. Pero la realidad es muy otra, o más bien la contraria: entre los escritores abundan los malos hábitos, el rechazo a la vida saludable, la pésima alimentación y las enfermedades.
Se podía empezar, de hecho, casi por el principio, por Homero, al que la tradición pinta ciego pero también propenso a las comidas copiosas y con exceso de grasa, palo al que también le daba el mismísimo William Shakespeare que, además de hipertenso, fue un obeso impenitente pese a haber sido galán en los escenarios en su juventud, y padecía enfermedades circulatorias por ser proclive al sedentarismo. De eso también sabía mucho Flaubert, que apenas salió de su casa natal en Croisset, y que consideraba el deporte vicio nefando mientras en cambio adoraba los croissants de mantequilla que su madre le horneaba a diario y que iban moldeando su desmesurada cintura. Aunque de alimentación perjudicial acaso el que más controlaba era el poeta ruso del romanticismo Alexander Pushkin que, adorador de su colega inglés Lord Byron, ingería con frecuencia lejía para emular la palidez de su ídolo que, por cierto, tampoco andaba sobrado de salud, pues padecía sífilis y gonorrea (quizá de ahí venía su tez cerúlea), además de una cojera congénita que el autor de Eugenio Óneguin encontró siempre muy elegantetambién se esforzaba en imitar. Las tres hermanas Brönte murieron de tuberculosis, la enfermedad romántica por excelencia, antes de cumplir los 30 y la más longeva y genial de ellas, Emily, que también era Asperger y escribió Cumbres borrascosas encerrada en cuartos oscuros y mal ventilados sin salir del domicilio familiar en Haworth, se resfrió, para una vez que salió, en el funeral de su hermano y murió por complicaciones respiratorias recién cumplida la treintena.  Hablar de la mala salud de los poetas malditos, Baudelaire and Co (que también adoraban a Byron el satánico) es casi pleonasmo pues los lugares insalubres, la humedad, la falta de luz, la pésima alimentación, el alcoholismo y las prácticas sexuales depravadas (incluyendo la zoofilia) formaban parte de su programa. El más importante de este grupo al otro lado del charco, el narrador y poeta norteamericano Edgar Allan Poe, padecía además porfiria, una extraña enfermedad nerviosa que, además de hinchazones y molestas erupciones en la piel, le generaba alucinaciones y paranoia. Claro que él tampoco ayudaba con su régimen alimenticio compuesto de mucho alcohol, poca verdura o fruta y nada de sueño, pues el autor de "El cuervo", para colmo, era un insomne de campeonato.
No obstante, y pese a todo lo anterior, es posible que, al respecto, pudiéramos hablar del asunto también refiriéndonos a la mala salud (de hierro) de los escritores, pues a menudo el desprecio constante a la vida saludable no les ha impedido alcanzar edades provectas. El ejemplo más claro sería nuestro Cervantes, que siempre alardeó de su mala salud, de su manquez (que no era sino enquilosamiento de la mano izquierda), de su piorrea dental y de sus padecimientos estomacales y que, sin embargo, llegó en buena forma a los setenta, lo que era auténtica hazaña de Matusalén en S.XVII, y hasta fue la pura vejez la que lo empujó a escribir. Qué si no. Algo parecido se podría decir del poeta irlandés William Butler Yeats, que además de disléxico y esclerótico, padecía prosopagnosia, un trastorno neurológico que le dificultaba el reconocimiento visual de los demás y hasta de sí mismo en un espejo y que, al parecer, trataba con dosis inapropiadas de arsénico desde su adolescencia. Aún así llegó a los ochenta. Por su parte, afectado de una tuberculosis pulmonar crónica que lo hacía toser hasta casi volverse del revés, Moliere, que también padecía un trastorno neurológico caracterizado por la abundancia de tics involuntarios (el síndrome de Tourette), siguió subiéndose a las tablas para representar a personajes siempre propensos a la tos. Lo hizo hasta el final y murió de hecho en un escenario interpretando, irónicamente -¡ay!-, El enfermo imaginario. Como hubiera dicho Óscar Wilde, que consideraba el deporte una ordinariez y la vida saludable algo muy poco sofisticado, lástima que aprendamos las lecciones de la vida cuando ya no nos sirven para nada.

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