Revista cultural de la Biblioteca del IES Arjé



viernes, 10 de enero de 2014

Literatura de oficina

Acaso por ese halo romántico que atribuye al poeta cualidades fuera del común de los mortales, en el circo mediático literario han acabado consolidando mayor nombre aquellos, como Byron, Stevenson, Rimbaud, Poe, Conrad o Jack London, que han tenido vidas aventureras, fascinantes peripecias de barco, travesías por desiertos o historias oscuras como polizones, boxeadores o estibadores en un puerto; negreros, estafadores, profanadores de tumbas, ludópatas, aristócratas arruinados o arrepentidos de la mafia parecen tener más expedito el camino al Parnaso. Los oficios sedentarios carecen de poesía; la oficina es vulgar y sin lírica: un hangar prosaico para gente sin aura. Como Bartleby, el escribiente de Melville, un oficinista es un pobre diablo. No obstante, en esos aburridos habitáculos sin rima posible que son las oficinas, se han escrito algunas de las obras más impresionantes de la historia de la literatura. Repasémoslas.
El más famoso de todos los escritores oficinistas posiblemente sea el narrador checo de origen judío Franz Kafka, empleado en una compañía de seguros de Praga, tan rentable que aún está en funcionamiento en la plaza de la ciudad vieja. Allí disponía Franz de sus materiales de combate: la mesa, la máquina de escribir alemana, los listados de clientes, la aburrida burocracia y la empolvada ventana que recortaba el brumoso paisaje urbano. Siempre el mismo. Y en medio de tan tediosas ocupaciones fue capaz de tejer el tapiz de las parábolas más alucinantes que jamás surgieran de mollera humana: La Metamorfosis o El Proceso, entre otras terribles historias que el oficinista consideraba pasatiempos y pidió quemar a su muerte: ¡¡ Tres hurras por Max Brod, el amigo traicionero que evitó semejante atentado!!
Otro oficinista que convertía su mesa de trabajo en pura ametralladora era el francés Joris-Karl Huysmans, apenas conocido pero que logró componer, bajo el flexo de su mesa de trabajo de funcionario en el ministerio de interior parisino, al menos dos novelas terribles Al revés (1882) y Allá Abajo (1891), desquiciados desbarres contra la sociedad burguesa tan contundentes como el zapateado de un guerrero sumo. Huysmans, sin saberlo, estaba inventando el decadentismo, la estética de la descomposición, el mal del siglo, y acaso el existencialismo y todo sin levantarse de su silla gris de administrativo sin aspiraciones.
Ya hablamos en un guardián anterior de un olvidado mayúsculo, el austriaco Robert Walser que hizo del paseo su mayor aventura pues fue empleado de banca y secretario hasta que la locura del tedio se apoderó de él y dio con su cuerpo en el manicomio de Herissau, donde dejó de hablar a sus semejantes. Antes de aquel simbólico mutismo, y con su minúscula letra de oficinista escrupuloso, Walser había desgranado en sus obras verdades terribles sobre el mundo vomitivo que se edificaba a su alrededor. Damnificado del capitalismo, Walser escribió Jakob von Gunten o El Ayudante entre oficios administrativos, apuntes financieros y aburridas listas de clientes, y en ellas radiografió toda la usura del mundo con la delicadeza de un entomólogo. Sin alzar la voz, discretamente, con la tímida reserva de un empleado de ventanilla, fue apretando al mundo con su puño hasta estrangularlo con esmero.
Entre nosotros, latinos dados a la fantasía, ocupa un lugar de culto pues no de privilegio el extraordinario poeta catalán Alfonso Costafreda, funcionario de la UNESCO, peregrino de la administración, que vivió y se suicidó en Ginebra, en 1974, después de acudir cada día puntual a su puesto de trabajo en un funcional y acristalado edificio de oficinas durante quince años. Para él, la maldición del oficinista se conjugó con la del expatriado laboral (perfil hoy desgraciadamente en boga), lo que ha impedido que el autor de Compañera de hoy goce de la reputación que sin duda merece. Y así, mientras fichaba cada mañana, iba barajando y cortando los naipes con los que jugó y perdió la partida contra la muerte, tal y como versificó en el fabuloso poemario expresionista De suicidios y otras muertes. Su réquiem aún no ha sido entonado en este país de todos los demonios, como dijera su amigo y también poeta Jaime Gil de Biedma, otro poeta de oficina (en una compañía exportadora de tabacos), con el que la posteridad acaso haya sido más benevolente.
Pero el campeón de entre los escritores de oficina fue el portugués Fernando Pessoa, creador de todo un ejército de rebeldes. En su caso fue literal porque se dedicó a inventar autores (Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Bernardo Soares...) y a dotarlos de personalidad, carácter y acaso el tipo de vida de que él, empleado en el departamento de traducciones de una multinacional, jamás tendría. Nadie dejó de verlo nunca como lo que fue: un burócrata previsible que siempre desayunaba a la misma hora y en el mismo cafetín de Martiño da Arcada y que caminaba por Lisboa como el hombre del traje gris, con la mirada perdida de un hombre demasiado ocupado para existir. Sus heterónimos, en cambio, vivían vidas de vanguardia o eran filósofos anacoretas y publicaban libros imprescindibles para la cultura contemporánea como El libro del desasosiego, obras de vértigo y pesadilla que  nadie hubiera atribuido jamás al aburrido oficinista Fernando Pessoa.